Muchas veces, en el género documental, el director adopta una posición eminentemente subjetiva, porque es él mismo es el que se convierte en protagonista de su película, bien porque cuenta una historia personal, bien porque participa de un modo activo en el desarrollo de lo que nos está contando. En la programación del Sheffield Documentary Film Festival hemos encontrado varios ejemplos de ello, en producciones como Mon amour (David Teboul, 2019), La educación sentimental (Jorge Juárez, 2019) o Le kiosque (Alexandra Pianelli, 2020). Son documentales que borran todo el elemento de esa objetividad que se le supone al género, para ser en realidad una propuesta personal, en muchos casos incluso íntima.
En el caso de la película alemana Schlingensief - A voice that shook the silence (Bettina Böhler, 2020), que se presentó en el pasado Festival de Berlín, el protagonista es el director de cine Christoph Schlingensief, cuando se cumplen diez años de su temprana muerte. Este artista que comenzó haciendo películas y terminó adaptando óperas y realizando performances políticas, siempre ha sido una de las voces más particulares de la cultura alemana. Sus películas son absurdas, caóticas y críticas, pero sobre todo provocativas, y muy inspiradas por el cine de Pasolini y de Fassbinder. Su segunda película, Menu total (1986) tiene elementos que parecen sacados de Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975), y de hecho crea un microcosmos en el que predomina la mirada irónica hacia el nazismo, en una Alemania por entonces todavía dividida. Él mismo comenta en las entrevistas que se desgranan a lo largo del documental, que Wim Wenders se salió de la sala del Festival de Berlín en la que se proyectaba Menu total, mientras que el actor Udo Kier le felicitó porque se había reído mucho, y posteriormente se convirtió en uno de sus intérpretes habituales.
La personalidad de Christoph Schlingensief fue desbordante, creativa y caótica al mismo tiempo. A lo largo de su corta trayectoria realizó cine, teatro, música, televisión... El hecho de que la directora que le rinde tributo, Bettina Böhler, sea montadora (fue colaboradora en varios proyectos del director) contribuye a que el documental tenga un ritmo frenético, que adopta en cierta manera esa inquietud vital del protagonista. Es un trabajo espléndido que aglutina entrevistas, material de archivo y fragmentos de película de una manera apasionante, y que nos invita (a los que no conocíamos parte de su trabajo) a explorar el cine subversivo e inconformista de un director que rodó en un solo día 100 jahre Adolf Hitler (1989) donde mostraba a los líderes nazis como una pandilla de lunáticos, o se burlaba de la reunificación en Terror 2000 (1992), convirtiéndola en una slash movie.
El documental The filmmaker's house (Marc Isaacs, 2020) comienza con una reflexión en torno a qué tipo de documentales requieren las plataformas de televisión. El director se rueda a sí mismo mientras mantiene una videollamada con su productora que le comenta que los agentes de distribución no están muy interesados en el documental sobre personas de la calle que les ha propuesto, y que sería bueno que recuperara un proyecto sobre asesinos en serie que había abandonado. Esta cultura del "true crime" se convierte en el catalizador de la película que vamos a ver a continuación. Pero el director acaba realizando una película personal, con él como protagonista, y con las personas que le rodean como actores secundarios. El documental se desarrolla casi exclusivamente en su casa, donde unos trabajadores reparan la valla del jardín, la asistenta se encuentra de luto por la muerte de su madre, la vecina musulmana prepara comida para su vecino porque ella se encuentra en el mes del Ramadán, y un vagabundo de la calle, protagonista del documental que el director no pudo vender, aparece en la casa para cobijarse.
The filmmaker's house se convierte de esta manera en una representación de la realidad que al mismo tiempo está representada. Hay una puesta en escena evidente, quizás en cierto modo guionizada, que nos introduce en una realidad reconstruida. Este es uno de los elementos más interesantes de la propuesta de Marc Isaacs, cómo él se convierte en protagonista (apenas le vemos, solo le escuchamos mientras graba), en el nexo de unión entre personajes de diversa procedencia que propone una mirada a la sociedad moderna, a la inmigración, a la coexistencia de culturas, a la aceptación del desplazado... La propuesta es una mezcla de ficción y documental que, en cierta manera, nos coloca a los espectadores en una situación nada cómoda, tratando de encontrar los matices realistas de una historia que parece no serlo.
La historia de Remnants of the revolution (Cha Escala, 2019) también proviene de una posición personal de la directora. En este caso no a través de su propia historia, sino contando la de su suegro y su esposo. Mientras que el hijo permanece en Filipinas, el padre se encuentra en Alemania, donde pidió asilo hace más de veinte años y actualmente vive en una residencia. Ante la imposibilidad de viajar por problemas con la documentación, la directora se convierte en representante del hijo, y comienza grabar un documental entrevistando al anciano, que fue miembro del Partido Comunista opositor a Ferdinand Marcos. Ella misma interviene con su voz en off para contarnos la historia de Pepe Luneta, este hombre que ocupó una posición importante en el comunismo filipino. Pero, conforme se desarrolla la grabación, y comienza el trabajo de documentación para contextualizar la entrevista, empiezan a aflorar también testimonios que ofrecen una visión menos idílica que la que cuenta el anciano.
El documental se introduce así en un proceso de investigación del pasado, acentuado por el hecho de que el propio entrevistado comenta que tiene algunas cosas de las que arrepentirse. Y, mientras la visión que él mismo ofrece en Alemania tiene algo de heroicidad, los relatos que la directora encuentra de regreso a Filipinas ofrecen un perfil diferente. La propuesta tiene un especial interés en cuanto que nos emplaza para pensar en cómo se nos cuenta la Historia, y hasta qué punto es fácil manipularla.
De ese sentimiento de culpabilidad, y de un posible arrepentimiento, también nos habla Me and the cult leader. A modern report of the banality of evil (Atsushi Sakahara, 2020), que fue una de las víctimas del ataque con gas sarín en una estación de metro de Tokio en 1995, llevada a cabo por la secta Aum Shinrikyo, que provocó la muerte de 8 personas y numerosos heridos. El director del documental, de hecho, vive desde entonces con las consecuencias del ataque: fatiga, parálisis y estrés postraumático, además de haberse divorciado de su esposa, que perteneció a esta secta. Para realizar su película, contacta con Hiroshi Araki, un miembro importante de la secta, que continúa existiendo, ahora bajo el nombre de Aleph, e inicia un viaje a su lugar de nacimiento tratando de encontrar respuestas sobre el ataque y sobre la propia naturaleza de la secta.
En realidad, el viaje se convierte casi en una especie de operación de rescate, porque introduce elementos de duda en el miembro de la secta, cuyo principal acto de compromiso consiste en abandonar todo rastro de la vida anterior, incluida la familia. De esta forma, no solo se habla del ataque (en 2018 el líder y otros miembros que participaron en él fueron ejecutados), sino que se introducen temas en torno a la capacidad de abducción de este tipo de grupos religiosos, de la adicción a la alienación. En el desarrollo, quizás las conversaciones entre los dos protagonistas a veces resultan algo anodinas, pero sobre todo en la última parte, en la que adquiere mayor predominancia el tema del ataque, del perdón y del arrepentimiento, el documental consigue alcanzar niveles notables. Hay un cierto arrepentimiento en el miembro de la secta, una cierta confusión sobre las razones del ataque (o quizás una cierta ocultación de la verdad), pero también una incapacidad para pedir perdón.
El año pasado se estrenaba la película francesa En guerre (Stéphane Brizé, 2018) que se centraba en la lucha sindical en contra del cierre de una fábrica de autopartes. On va tout péter (Lech Kowalski, 2019) casi se puede considerar como la versión documental, porque tiene muchos puntos en común. En este caso, la fábrica de autopartes GM&S está a punto de quebrar dejando a sus 277 trabajadores en la calle, y ni sus clientes Renault y PSA (Peugeot) ni el gobierno parecen tener capacidad para negociar una nueva adquisición que salve los puestos de trabajo. El director acompaña así a los trabajadores en su lucha por mantener sus trabajos, algunos de más de 30 años de fidelidad a la compañía, o al menos, ante un nuevo panorama que supondría recortes en la plantilla, lograr unas justas indemnizaciones por despido. Presentada en la Quincena de Realizadores de Cannes 2019, la película se pregunta hasta qué punto este tipo de luchas sindicales se pueden considerar como una revolución, o si hay espacio para las revoluciones en estos tiempos.
Lech Kowalski es un director centrado habitualmente en el mundo de la música, con documentales como Born to lose: The last Rock & Roll Movie (1999), un retrato del guitarrista Johnny Thunder, o The boot factory (2002), sobre el mundo del punk. En este último documental también hay un cierto ritmo musical, con sonoridades de blues que de alguna manera reflejan una cierta melancolía en torno a una lucha que parece perdida de antemano. No falta una cierta mirada externa, una lectura desde fuera sobre la falta de organización de los trabajadores, una improvisación constante que tampoco contribuye a lograr sus objetivos. El protagonismo del director, en este caso, se muestra a través de su implicación absoluta en la reivindicaciones sindicales. Lech Kowalski introduce su cámara en los momentos de mayor tensión, casi se convierte en uno de los trabajadores, es incluso apartado por la policía mientras vemos cómo se zarandea la cámara, aquí ya convertida plenamente en parte integral de las protestas.
Hemos visto algunos documentales en los que el director habla de su propia historia familiar, tratando de encontrar respuestas a través de la exploración compartida de su pasado. En Memory is our homeland (Jonathan Durand, 2019) el título lo deja bastante claro: "La memoria es nuestra patria". El director, criado en Canadá, explora un pasado familiar que está conectado directamente con el intento de borrar una parte de la Historia reciente, o al menos de tergiversarla. Y se centra en el proceso de reubicación de ciudadanos del Este de Polonia cuando en 1939 la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin firmaron un acuerdo por el que ambos invadían y se dividían Polonia. Los habitantes de una parte de esta zona fueron deportados a Siberia, y a partir de la ruptura entre Alemania y la URSS, se les trasladó a Irán y después a Tanzania. El director comienza un proceso de recuperación de su pasado que le lleva casi diez años, viajando a las zonas en las que vivió su familia, desde la actual Bielorrusia hasta el desierto africano, y en ese proceso descubre cómo los vencedores de la II Guerra Mundial, especialmente el sector soviético, realizaron durante los años posteriores una reinterpretación de la Historia, tratando de borrar las huellas de su cooperación con los nazis.
La familia del director, que después de la guerra no quiso volver a una Polonia controlada de nuevo por el régimen comunista, acabó separándose entre Montreal, Sheffield y otras ciudades del mundo. La memoria de su abuela a veces le juega malas pasadas en torno a los años, pero es esta memoria la que recupera una parte de la Historia que ha intentado ser aniquilada. En este sentido, el documental no solo es una exploración personal de un pasado familiar absolutamente fascinante, sino que ahonda en la manipulación de los hechos históricos, en la necesidad de seguir indagando para no perdernos en interpretaciones impuestas. Tras la muerte de su abuela, el director encuentra una ingente cantidad de fotografías y documentos que ella no había mencionado en sus entrevistas. Y se pregunta si ella no se acordó de este material que le hubiera sido de gran ayuda, o si no quiso enseñárselo. Porque las personas también intentan borrar los recuerdos más atormentados.
El año pasado se estrenaba la película francesa En guerre (Stéphane Brizé, 2018) que se centraba en la lucha sindical en contra del cierre de una fábrica de autopartes. On va tout péter (Lech Kowalski, 2019) casi se puede considerar como la versión documental, porque tiene muchos puntos en común. En este caso, la fábrica de autopartes GM&S está a punto de quebrar dejando a sus 277 trabajadores en la calle, y ni sus clientes Renault y PSA (Peugeot) ni el gobierno parecen tener capacidad para negociar una nueva adquisición que salve los puestos de trabajo. El director acompaña así a los trabajadores en su lucha por mantener sus trabajos, algunos de más de 30 años de fidelidad a la compañía, o al menos, ante un nuevo panorama que supondría recortes en la plantilla, lograr unas justas indemnizaciones por despido. Presentada en la Quincena de Realizadores de Cannes 2019, la película se pregunta hasta qué punto este tipo de luchas sindicales se pueden considerar como una revolución, o si hay espacio para las revoluciones en estos tiempos.
Lech Kowalski es un director centrado habitualmente en el mundo de la música, con documentales como Born to lose: The last Rock & Roll Movie (1999), un retrato del guitarrista Johnny Thunder, o The boot factory (2002), sobre el mundo del punk. En este último documental también hay un cierto ritmo musical, con sonoridades de blues que de alguna manera reflejan una cierta melancolía en torno a una lucha que parece perdida de antemano. No falta una cierta mirada externa, una lectura desde fuera sobre la falta de organización de los trabajadores, una improvisación constante que tampoco contribuye a lograr sus objetivos. El protagonismo del director, en este caso, se muestra a través de su implicación absoluta en la reivindicaciones sindicales. Lech Kowalski introduce su cámara en los momentos de mayor tensión, casi se convierte en uno de los trabajadores, es incluso apartado por la policía mientras vemos cómo se zarandea la cámara, aquí ya convertida plenamente en parte integral de las protestas.
Hemos visto algunos documentales en los que el director habla de su propia historia familiar, tratando de encontrar respuestas a través de la exploración compartida de su pasado. En Memory is our homeland (Jonathan Durand, 2019) el título lo deja bastante claro: "La memoria es nuestra patria". El director, criado en Canadá, explora un pasado familiar que está conectado directamente con el intento de borrar una parte de la Historia reciente, o al menos de tergiversarla. Y se centra en el proceso de reubicación de ciudadanos del Este de Polonia cuando en 1939 la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin firmaron un acuerdo por el que ambos invadían y se dividían Polonia. Los habitantes de una parte de esta zona fueron deportados a Siberia, y a partir de la ruptura entre Alemania y la URSS, se les trasladó a Irán y después a Tanzania. El director comienza un proceso de recuperación de su pasado que le lleva casi diez años, viajando a las zonas en las que vivió su familia, desde la actual Bielorrusia hasta el desierto africano, y en ese proceso descubre cómo los vencedores de la II Guerra Mundial, especialmente el sector soviético, realizaron durante los años posteriores una reinterpretación de la Historia, tratando de borrar las huellas de su cooperación con los nazis.
La familia del director, que después de la guerra no quiso volver a una Polonia controlada de nuevo por el régimen comunista, acabó separándose entre Montreal, Sheffield y otras ciudades del mundo. La memoria de su abuela a veces le juega malas pasadas en torno a los años, pero es esta memoria la que recupera una parte de la Historia que ha intentado ser aniquilada. En este sentido, el documental no solo es una exploración personal de un pasado familiar absolutamente fascinante, sino que ahonda en la manipulación de los hechos históricos, en la necesidad de seguir indagando para no perdernos en interpretaciones impuestas. Tras la muerte de su abuela, el director encuentra una ingente cantidad de fotografías y documentos que ella no había mencionado en sus entrevistas. Y se pregunta si ella no se acordó de este material que le hubiera sido de gran ayuda, o si no quiso enseñárselo. Porque las personas también intentan borrar los recuerdos más atormentados.
Menu total, 100 jahre Adolf Hitler y Terror 2000 se pueden ver en Mubi.
Saló, o los 120 días de Sodoma se puede ver en Filmin.
En guerra se puede ver en Movistar.
Saló, o los 120 días de Sodoma se puede ver en Filmin.
En guerra se puede ver en Movistar.