Hay diferentes formas de abuso. Es una circunstancia casi inherente al ser humano utilizar su posición privilegiada para conseguir de otros lo que necesita. Y en una sociedad en la que resulta difícil un avance en la escala social, estos abusos se convierten a veces en instrumentos de supervivencia. Hay otros abusos que tienen que ver con la satisfacción personal, pero tienen también esa condición de superioridad. La programación de Atlàntida Film Fest incluye bastantes películas que tratan, de una forma central o secundaria, la lacra de los abusos. Repasamos algunas de las más significativas.
En Dirty God (Sacha Polak, 2019) la protagonista ha sufrido la violencia de su expareja, que le ha arrojado ácido en la cara, una práctica que ha aumentado en los últimos años (en México, por ejemplo, los ataques con ácido no son delito). Las consecuencias del ataque sufrido han dejado evidentes secuelas físicas, pero sobre todo psicológicas y emocionales en la protagonista. La película se acerca por tanto a esta realidad desde la necesidad de la víctima de rehacer una vida que en cierta manera está deshecha por la violencia. Y para ello la directora desgrana una serie de circunstancias a las que se tiene que enfrentar: desde el rechazo de su hija pequeña hasta la necesidad de encontrar un nuevo camino en su sexualidad.
Hay también una cierta inmadurez en la protagonista, bien interpretada por la debutante Vicky Knight, cuyas cicatrices provocadas por un incendio cuando era niña conectan a su personaje con la realidad del cuerpo lesionado. En este sentido, se trata de una película que no habla específicamente de una situación de abuso, sino que eleva su mirada más allá del hecho concreto, y nos hace reflexionar sobre una sociedad obsesionada con la imagen. Pero en ese retrato de la herida psicológica que provoca el abuso, las guionistas Susie Farrell y Sacha Polak cargan demasiado las tintas en el camino trágico del personaje, sólo para terminar construyendo una conclusión más o menos esperanzadora.
El abuso al que están sometidas muchas mujeres es parte del mensaje que transmite la película colectiva Force of habit (Reetta Aalto, Alli Haapasalo, Anna Paavilainen, Kirsikka Saari, Miia Tervo, Elli Toivoniemi, Jenni Toivoniemi, 2019), que forma parte de un proyecto más amplio, One-Off Incident Project, una propuesta finlandesa que pretende hablar sobre las situaciones de abuso invisible a las que se enfrentan las mujeres todos los días. El proyecto está compuesto por una serie de cortometrajes, el largometraje que funciona como antología de estas historias cortas y una campaña de información. Como parte de él, esta película reúne los cortometrajes dirigidos por siete directoras, pero no se limita a acoplarlos como conjunto, sino que ofrece una representación de historias diversas que se van alternando, e incluso con escenas rodadas posteriormente para funcionar como nexos de unión.
Dentro de la irregularidad de este tipo de propuestas, lo que plantean las historias es francamente preocupante: son relatos sobre una joven abusada silenciosamente en un autobús, sobre una mujer que es manoseada en un restaurante, sobre una amistad quebrada por el deseo sexual, sobre un abusador laboral, sobre una escena de violación innecesaria en un ensayo teatral... En todo caso, es más interesante el planteamiento que el resultado final, pero lo que realmente produce incomodidad no son solo las situaciones concretas, sino la pasividad de los que las rodean. Esta laxitud de una sociedad indolente frente a situaciones de abuso es lo que resulta alarmante.
Una de las películas más interesantes de la programación del Atlàntida Film Fest proviene de Estonia. Scandinavian silence (Martti Helde, 2019) es una historia que está narrada con inteligencia, que encuentra en ese silencio del título, y en los paisajes nevados, solitarios, envueltos en un blanco que contrasta con la negrura del argumento, su principal capacidad para envolver al espectador. Como en el cortometraje Je te tiens (Sergio Caballero, 2019), el único escenario es el interior de un vehículo en el que viajan dos hermanos, uno de ellos recién salido de la cárcel por haber matado a su padre. A través de conversaciones que establecen un diálogo por separado, a través de monólogos que van desvelando los secretos de esta historia, el director nos muestra dos puntos de vista y una tercera vía que se sostiene en el silencio, pero que es quizás la más expresiva.
Los planos cenitales sobrevuelan los paisajes nevados: "Siento que nuestros padres nos están observando desde arriba", y esa losa emocional que provocan los progenitores, deja entrever situaciones de inquietud que han acabado desembocando en este viaje a ninguna parte. "...Sólo veo árboles negros. Árboles negros sobre un fondo blanco". La fotografía en blanco y negro, hermosa y al mismo tiempo llena de rincones oscuros, y el uso del color, espléndido, son instrumentos de expresividad intensos. El director maneja la información con sutileza, con un sentido del suspense que no necesita malabarismos visuales, aunque se vaya conformando a través de un juego de puntos de vista que van desgranando la historia como las piezas de una matrioska. Y esta repetición en tres movimientos se convierte en una sinfonía cinematográfica que nos seduce como espectadores.
En Les éblouis (Sarah Suco, 2019) se plantea el abuso psicológico que impone una comunidad religiosa cerrada a una familia cuyos padres son lentamente abducidos. Esa sensación de falsa alegría que se vive en el interior de la comunidad esconde, sin embargo, una sutil captación que hace que las vidas de los componentes de esta familia sean cada vez más dependientes de la secta, pero encuentra un atisbo de rebeldía en la niña protagonista y su hermano pequeño, resistentes a ser moldeados bajo la amenaza de la condenación. La directora, la actriz Sarah Suco, que realiza su debut en el largometraje, propone una historia semi-autobiográfica, porque ella vivió realmente en una comunidad religiosa de similares características.
Quizás por eso hay que tomar con cierta indulgencia el discutible camino que toma la historia en la segunda parte (no sabemos hasta qué punto ese camino corresponde con la realidad que vivió la directora, y por tanto está plenamente justificado). En todo caso, es una vía argumental fácil para terminar de condenar las prácticas de la secta. Porque resulta mucho más aterrador ese progresivo lavado de cerebro que se va ejerciendo sobre la madre, aislada por una infancia difícil, y el padre, seguidor ciego de los consejos de su esposa. La rebeldía de la niña es, también, una rebeldía de la conciencia, una rebeldía de la inteligencia. Y es en esos momentos en los que se logra una película realmente certera en su mirada a la violación psicológica de los extremismos.
El tema del abuso sexual es directamente tratado en La melodía del silencio (Zoltán Nagy, 2019), otro debut en el que el director húngaro plantea un acercamiento que tiene cierta ambigüedad. La confesión de una joven violonchelista a un compañero sobre los acercamientos poco apropiados de su profesor de música, será el punto de partida para el cultivo de ciertas dudas sobre la popular "amabilidad" del docente. Es un planteamiento parecido al intenso drama danés Accused (Jacob Thuesen, 2005), pero en aquella ocasión resultaba mucho más verosímil. El problema de esta ambigüedad planteada por la película es principalmente una escena en la que se nos muestra un cierto doble sentido en la actitud de la víctima, lo cual es discutible y hasta peligroso. Porque en el sentimiento de ser abusado no existe ningún tipo de ambigüedad.
El cortometraje español Dona (Marga Melià, 2020) habla del silencio. La protagonista es una mujer que rompe su silencio por primera vez ante el doctor de la residencia en la que se encuentra. Esa ruptura es una catarsis emocional, y al mismo tiempo la confesión de una complicidad que ha permanecido durante años. Una complicidad que también tiene que ver con la dependencia (años después de su muerte, ella sigue preparando el plato preferido de su esposo). Es también la historia de las víctimas y de su silencio. Aunque resulta una visión algo dramática y artificial de la condición de mujer, abocada a la tragedia, se trata de una historia que habla de la pasividad, de la mirada a un lado que al final es parte del problema.
En Let there be light (Mark Škop, 2019), ganador de una Mención Especial y el Premio al Mejor Actor en Karlovy Vary 2019 y seleccionado por Eslovaquia como su representante para los Oscar 2019, la figura del abusador es al mismo tiempo también una víctima. En este caso, un padre (perfecta transformación emocional del actor Milan Ondrik) regresa de Alemania donde ha estado trabajando para encontrarse con un hogar en el que el caldo de cultivo del extremismo comienza a asentarse. Su actitud optimista se oscurece cuando un joven se suicida por los abusos a los que es sometido debido a su supuesta condición de homosexual. Y su hijo mayor parece tener alguna relación con este maltrato.
Es interesante el reflejo que muestra la película de una sociedad enferma, sometida a la ley del más fuerte, obsesionada con la tiranía de la guerra aunque no haya guerra. El padre esconde también, dentro de ese optimismo ennegrecido por la tragedia, una cierta adoración de la violencia, que se nos representa en su colección de armas de fuego. Y de esta forma es también la violencia la que parece ser el único instrumento para resolver los problemas. Es un poco pavoroso el retrato de la indiferencia, de la justificación de los daños colaterales, de la condenación del que no comulga con el despotismo. Y resulta interesante la confrontación entre los dos padres, el del posible abusador y el de la víctima, que por otro lado parece más interesado en saber si su hijo era realmente gay.
También se centra en el abusador la película Tench (Patrice Toye, 2019), un retrato sin concesiones, que nos presenta el perfil psicológico de un joven pedófilo que, tras salir de la cárcel, inicia un proceso de adaptación a la sociedad. Se trata de una inteligente traslación al cine de una novela escrita por la psicóloga forense Inge Schilperoord en torno a un personaje atormentado por sus propios deseos. Porque un libro se puede permitir trasladar los pensamientos del protagonista, pero la película adopta una posición más distanciada. La ambivalencia de este personaje es una de las claves de la excelencia de esta película.
El pez del título, la tenca, representa ese lado bondadoso, su capacidad para empatizar con un ser vivo y evitar su muerte. La niña, por el otro lado, es su tentación, el acceso a un deseo prohibido. La escena del lago tiene algo de Frankenstein, que transmite al mismo tiempo un sentimiento de empatía, pero también una amenaza constante. Y en cierto modo, desde el momento en que establece una relación con su compañera de trabajo, una persona adulta como él, nos damos cuenta de que su intento de transformación es inútil. La película consigue introducirnos en la psicología de un personaje difícil (espléndido también el trabajo del actor Tijmen Govaerts) sin necesidad de verbalizar, sólo con una mirada sutil.
Atlàntida Film Fest se puede ver en Filmin hasta el 27 de agosto.
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