Atlàntida Film Fest llega casi al final de su recorrido, en su formato presencial, rodeado de todas las medidas sanitarias y de declaraciones de responsabilidad en la que los espectadores "aceptan voluntariamente la asunción de los riesgos" que puede acarrear asistir a las proyecciones. Ir al cine es, en estos tiempos, un riesgo que hay que asumir (igual que ir al supermercado o a una estación de autobuses). Vivimos en una época preocupante, hasta el momento anticipada solo a través de los relatos de ciencia-ficción. Nuestras vidas han sufrido un cambio radical en menos de un año: aceptamos las medidas de control de la población, el seguimiento por geolocalización, los visados encubiertos para poder viajar, la asunción de los gastos que suponen someterse a pruebas impuestas por los que no han sabido prevenir ni controlar...
En este contexto, asistimos con asombro a las imágenes hipnóticas que nos propone Last and first men (Jóhann Jóhannsson, 2017-2020), un ejercicio audio y visual que nos atrapa desde el principio, desde esa especie de monolito con el que se inicia la película, que se revela como parte de un conjunto arquitectónico. Cuando el compositor de bandas sonoras como Prisioneros (Denis Villeneuve, 2013), La teoría del todo (James Marsh, 2014) o La llegada (Denis Villeneuve, 2016) falleció en febrero de 2018 en Berlín, ya había utilizado parte de estas imágenes en algún concierto previo, con la música en directo. Y su documental de 30 minutos End of summer (Jóhann Jóhannsson, 2014), que incluía imágenes grabadas por él mismo en el Ártico, ya tenían esa cadencia de ensoñación y contemplación en blanco y negro que luego vemos más desarrollada en Last and first men.
La película está basada en la novela del escritor británico Olaf Stapledon La última y primera humanidad (1930), en la que se habla de la evolución de la raza humana a lo largo de millones de años hasta la decimoctava especie. Pero la narración de Tilda Swinton comienza con una llamada de socorro desde el futuro hasta el pasado, un intento por encontrar en anteriores civilizaciones una respuesta para hacer frente al apocalipsis: "En ciertos casos, alguna característica de un evento pasado puede depender de un evento en un futuro lejano". Este reflejo en el pasado es posiblemente lo que llevó al director a utilizar imágenes de lo que se denomina como arquitectura "brutalista", grandes construcciones de hormigón, espectaculares, con cierto aire futurista, que proliferó en los años sesenta en los países del Este y sobre todo la antigua Yugoslavia bajo el yugo del dictador Tito. La arquitectura brutalista, de la que quedan monumentos completos y algunas ruinas en Croacia o Bosnia, se construía en ocasiones como homenaje a los caídos durante la II Guerra Mundial. Son, por tanto, obras que también miran al pasado desde el futuro.
En todo caso, las espectaculares construcciones sirven a Jóhann Jóhannsson y al director de fotografía Sturla Brandth Grøvlen para construir una atmósfera irreal, de civilización perdida. Las masas de hormigón se nos asemejan a naves espaciales abandonadas, a ruinas del paso de la humanidad, a monolitos de significancia misteriosa... Es esta sugestión de imágenes en blanco y negro acompañadas por la música compuesta por Jóhann Jóhannsson, etérea, también con cierto aire de misterio, contundente en ocasiones, la que acaba diseñando un conjunto que no podemos dejar de mirar desde el primer minuto.
A lo largo de sus 70 minutos, Last and first men se nos presenta como una de las más insólitas películas de ciencia-ficción que se han realizado. Conecta en su concepción del futuro con los mundos imaginados por H.G. Wells (influencia reconocida en la obra de Olaf Stapledon, pero desde una concepción agnóstica, aunque no por ello carente de espiritualidad). Y nos recuerda en su concepción formal al documental Into Eternity (Michael Madsen, 2010), que proyectaba hacia el futuro la construcción de un gran depósito de energía nuclear. En momentos en los que vivimos una crisis sanitaria como la actual, esta película adquiere un significado más allá de lo filosófico. ¿Llegaremos a una civilización que tenga matices de inmortalidad, en la que el paso del tiempo no tenga realmente significancia? "Viendo que cada uno de nosotros es potencialmente inmortal, te preguntarás cómo nos permitimos el lujo de tener hijos. Nuestra política es producir nuevos individuos en un orden superior al nuestro. (...) El feto es gestado durante 20 años. La infancia dura alrededor de un siglo, hasta que se establecen lentamente los cimientos del cuerpo y la mente".
Generación
Hay algunos títulos que forman parte de la programación de Atlàntida Film Fest en los que las palabras tienen un protagonismo escaso o directamente nulo. Es lo que ocurre en Away (Gints Zilbalodis, 2019), una película de animación que está realizada al completo por su director, que también es guionista, animador, compositor de la música y creador de los sonidos. Una especie de propuesta "one-hand", a una sola mano, que consiguió el Premio a la Mejor Ópera Primera en la sección Contrachamps de Annecy 2019, y que también pasó por el Festival de Sitges. La historia está planteada sin diálogos, en este sentido nos recuerda a La tortuga roja (Michael Dudok de Wit, 2016), y cuenta con una animación de trazos simples, casi sin definir, en cierto modo minimalista.
Es el viaje de un joven, que vemos al comienzo con un accidentado paracaídas, a lo largo de una isla misteriosa, extraña, perseguido constantemente por una gigantesca sombra que representa sus demonios interiores o su propia muerte. A lo largo de este recorrido el niño entabla contacto con animales y con espacios casi mágicos que de alguna forma actúan como elementos metafóricos, como ese lago en el que se refleja el cielo y que propone una misteriosa reflexión sobre la verdadera naturaleza del viaje.
Controversia
Las palabras también están presentes de una forma tangencial en el documental Meseta (Juan Palacios, 2019), que consiguió una Mención Especial en el Festival CPH:DOX 2019 y el premio a la Mejor Película en L'Alternativa 2019, y pasó por los festivales de Sitges y DocumentaMadrid. El joven director se adentra en la España que se está vaciando, los paisajes en los que la naturaleza va reconquistando terreno ante la ausencia de vida humana, los pequeños pueblos del centro del país en los que el sonido del mar solo se escucha si, con mucha imaginación, lo sustituyes por el sonido de los coches atravesando la autopista, como olas de alta velocidad.
Juan Palacios contempla la naturaleza en su salvaje abandono, mueve la cámara acompañando a un pastor y su rebaño, habla con los supervivientes de una devastación que no ha sido provocada por ninguna guerra, sino por la desidia y el aislamiento. Uno de los elementos más interesantes de la película es el uso del sonido, el sonido constante de las cigarras mientras estridulan al calor de las altas temperaturas, el viento que mueve las ramas de los árboles... Sonidos con los que el director consigue transportarnos directamente a esos parajes rurales. Hay también en el sentido positivo una cierta ironía en la elección de las situaciones y los personajes: el pescador que habla de las redes sociales, las niñas buscando Pokémon donde no los hay, la llamada telefónica de un urbanita que corrobora que la vida rural no es tan idílica como pensamos. "Yo, cuando no puedo dormir, me pongo a contar las casas que están cerradas", comenta un personaje. Es más fácil dormirse contando las ausencias que las ovejas.
Atlàntida Film Fest se puede ver en Filmin hasta el 27 de agosto.
Last and first men está solo disponible hasta el 7 de agosto.
Hoy, 1 de agosto, se estrenan en Filmin:
Las vidas de Marona (Anca Damian, 2019)
Lovecut (Iliana Estañol, Johanna Lietha, 2020)
Formentor: El mar de las palabras (López Li, 2020)
La Mafia non è più quella di un volta (Franco Maresco, 2019)
Il sindaco del Rione Sanità (Mario Martone, 2019)
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