Aunque el Festival de Tallin terminó ayer, tenemos aún dos crónicas sobre las películas que forman parte de su programación. En esta penúltima cita con el festival hablamos del destino representado en algunos de los títulos más singulares de la selección, y comentamos algunas películas latinoamericanas que forman parte de ella, así como la presentación fuera de concurso del último musical de Carlos Saura.
COMPETICIÓN OFICIAL
El director de No. 10 (Alex van Warmerdam, 2021) advierte en las entrevistas que es mejor enfrentarse a su película sin tener mucho conocimiento de lo que sucede en ella. La sorpresa de un cambio de rumbo brusco en realidad convierte a ésta en dos películas en una, que comienza como una comedia satírica en torno al mundo del teatro, y la compleja separación entre la realidad de los actores y la ficción de sus personajes, y va tendiendo hacia una especie de thriller. Podemos decir que se trata de un proyecto que tiene algunos elementos que lo conectan con Borgman (Alex van Warmerdam, 2013), el título más reconocido del director holandés, que consiguió el Premio a la Mejor Película en el Festival de Sitges. Como decíamos, en este caso comienza como una comedia en torno a los ensayos de una obra de teatro en los que hay una clara tensión entre dos de los actores: Marius (Pierre Bokna), que justifica su dificultad para recordar el texto con la falta de descanso, y Günter (Tom Dewispelaere), que tiene una relación secreta con su compañera de escena Isabel (Anniek Pheifer), con el inconveniente de que ella es la esposa del director de la obra, Karl (Hans Kesting). Este comienzo, que utiliza un tono de humor irónico para mostrar los entresijos de la ficción sobre el escenario imbricada con la vida real de los actores, conecta con una segunda parte que se va introduciendo a través de pequeños detalles pero que poco a poco va apoderándose de la película convirtiéndola en algo completamente diferente.
Ni siquiera hay un personaje principal demasiado claro en la primera parte, en la que también juega un papel importante la hija de Günter, que lo está filmando en secreto para realizar un video para su próximo cumpleaños. Tampoco sabemos mucho de él, excepto que es huérfano y que fue encontrado cuando tenía cuatro años en un bosque de Alemania. Es necesario un cierto desconocimiento del desarrollo de la historia para dejarse sorprender por ella, lo cual no quiere decir que el tercer acto sea completamente satisfactorio. Hay una clara voluntad del veterano director de 69 años por mantener ciertos cuestionamientos en el espectador y, como ocurre en otras de sus películas, deja sin explicación detalles que podrían ser importantes. Pero esto no juega a favor de No. 10, cuyo título también tiene una doble lectura: se utilizó como título provisional por tratarse de la décima película del director, pero finalmente se mantuvo porque también tiene relación con el protagonista. La historia reflexiona sobre nuestra relación con el pasado, sobre un destino que parece marcado, y lanza una mirada mordaz poco sutil hacia la manipulación de la religión católica, pero quiere ser tan libre en su representación narrativa que deja al espectador indefenso.
El destino puede jugar malas pasadas, especialmente en determinadas personas que, a pesar de tener una disposición positiva, parecen marcadas por una fatalidad inevitable. En la película Make the devil laugh (Ryuichi Mino, 2021) el título hace referencia a un kotowaza, uno de los muchos proverbios japoneses que dice: "Si hablas de los planes del próximo año, el diablo se reirá". Esta inútil intención de controlar nuestro destino cuando la vida puede dar un giro inesperado marca la historia del protagonista, Kazuma (Shuhei Handa), un joven cuyos planes de futuro se vienen abajo cuando comete un crimen para tratar de proteger a su madre y su hermana de la violencia doméstica que sufren. Varios años más tarde, él sigue pagando su condena trabajando en un depósito de chatarra mientras aún no ha conseguido el perdón de su madre, encerrada en su casa porque sufre el acoso y los insultos de sus vecinos por tener un hijo asesino. Ella, que fue una víctima principal en la violencia de su marido, no ha dejado de ser una víctima, ahora colateral, por los actos de su hijo.
Kazuma vive su propio proceso de expiación trabajando en un depósito en el que solo trabajan los parias de la sociedad, principalmente inmigrantes que son acogidos en Japón con menosprecio, justificando la violencia y los abusos que sufren por parte de los encargados. Es la representación de un país que está lejos de la visión idealista, moderna y tecnológicamente avanzada, que representa en el exterior. Hay una parte de la sociedad, escondida entre edificios brillantes, que es tratada también como chatarra, cuyo destino parece intrínsecamente unido a la explotación laboral. Es un entorno del que resulta casi imposible salir, un círculo vicioso en el que los planes de futuro no son posibles. Escrita por Kazuhiko Mino y dirigida por su hermano, Ryuichi Mino, Make the devil laugh es una representación pesimista de un personaje marcado por sus actos, que en cierta forma representa a un samurai moderno, un defensor de aquellos que están oprimidos, pero cuyas acciones tiene graves consecuencias morales para él mismo (cuando defiende a un compañero de trabajo, él acaba siendo suspendido durante varios días).
Comentaba el director Ryuichi Mino que la historia de Kazuma se escribió desde el final, una secuencia contundente y emocionante, para luego ir construyendo la trayectoria del personaje. De alguna forma, el mismo guión también parte del destino del protagonista, que está relacionado precisamente con el honor de un samurai, para amoldar su experiencia vital, envuelta en una visión nada optimista de una sociedad que ampara la violencia y el abuso. La película a veces fuerza el drama, evitando dar algún respiro al personaje principal, que hubiera sido necesario en algunos momentos. Pero la vida es como un círculo del que resulta difícil salir, una prisión moral que no permite la redención, mientras el diablo ríe a carcajadas.
OFICIAL FUERA DE CONCURSO
Dentro de la programación del Tallinn Black Nights Film Festival se presenta fuera de competición la película española El rey de todo el mundo (Carlos Saura, 2021), último proyecto cinematográfico-musical del director aragonés que participó a concurso en la SEMINCI de Valladolid. Carlos Saura y el director de fotografía Vittorio Storaro inventaron hace casi treinta años una nueva forma de cine musical con el estreno de Sevillanas (Carlos Saura, 1992), que introducía una puesta en escena minimalista y apoyada en las luces y los colores para abrazar una muestra heterogénea de este género musical. Una obra maestra que continuó con Flamenco (Carlos Saura, 1995) y posteriormente con otros acercamientos a otros referentes del folclore cultural de Portugal en Fados (Carlos Saura, 2007), Argentina en Zonda, folclore argentino (Carlos Saura, 2015) o su tierra de origen, Aragón, en Jota de Saura (Carlos Saura, 2016), en las que repite una puesta en escena similar, aunque sin contar en éstas con la colaboración de Vittorio Storaro, que ahora vuelve a encargarse de la fotografía de su nuevo proyecto.
Centrada en los diferentes estilos de la música mexicana, El rey del todo el mundo toma su título de la letra de la popular ranchera "Fallaste corazón" que escribió e interpretó Cuco Sánchez en 1959 y fue incluido en la película El revólver sangriento (Miguel M. Delgado, 1964), y que años más tarde Chavela Vargas convirtió en uno de los himnos de su carrera. Aunque la película recupera el tándem imprescindible que forman Storaro-Saura, es una de las incursiones más decepcionantes en este recorrido musical que se inició hace tiempo, sobre todo porque es la menos musical de todas. Podríamos decir que Carlos Saura absorbe la cultura popular mexicana construyendo una historia que mezcla el amor adolescente con la intriga criminal, una especie de culebrón que se construye sobre dos tramas diferentes: la metanarrativa del director de teatro Manuel (Manuel García-Rulfo) que prepara junto a la coreógrafa Sara (Ana de la Reguera) un musical, y que conecta con el director de cine de Tango (Carlos Saura, 1998) y con la compañía de flamenco en Carmen (Carlos Saura, 1983), un recurso habitual en estas construcciones musicales. Y por otro lado una historia de rivalidad y amor entre los bailarines adolescentes que son seleccionados, que funciona peor porque los protagonistas son más bailarines que actores, y que ni siquiera en su concepto de repetición de las fórmulas del melodrama mexicano consigue tener una entidad propia.
Durante la primera media hora de película, hay solamente un número musical relevante, en torno a una versión interpretada por la cantante Fela Domínguez de la popular canción "La llorona", un tema tradicional de autor desconocido, surgido en la región de Oaxaca, que también popularizó Chavela Vargas. Y esto no sería un inconveniente si no fuera porque la historia de la selección de actores y los ensayos no es especialmente relevante, por más que introduzca elementos interesantes como una coreógrafa que a su vez interpretará a un personaje que está en silla de ruedas. En una cena entre Manuel y Sara, aquél comenta que "a veces en un musical lo que se cuenta solo sirve de relleno, de pretexto. En definitiva lo que manda es el baile, las canciones... Pero en nuestro caso tenemos que ser más drásticos". Ésta parece ser también la premisa de Carlos Saura, una forma diferente de introducir las canciones a lo largo de un arco narrativo sin que éstas adquieran un protagonismo tan hegemónico como en sus otros musicales. Quizás un intento de salirse de la fórmula para abordar un estilo diferente. Hay, por supuesto, coreografías deslumbrantes y un trabajo de fotografía en el que Vittorio Storaro utiliza de nuevo los colores para establecer los distintos espacios, entre el rojo y el azul intensos para el escenario, los colores más cálidos para los momentos de intimidad entre Manuel y Sara o una tonalidad más realista en las escenas que tienen lugar fuera de la sala de ensayo. Pero se echa en falta más música y menos drama.
CURRENT WAVES
La producción sueco-danesa Tusind timer (A thousand hours) (Carl Molberg, 2021) también se puede considerar como un musical (y hemos tenido unos cuantos en la programación del festival), pero más a la manera sutil e intimista del drama irlandés Once (John Carney, 2007). Se trata de una historia de amor que no termina de concretarse entre Thomas (Niels Anders Manley) y Anna (Josefine Tvermoes), él compositor y guitarrista y ella teclista que forman parte de una banda musical que se ve afectada por la muerte del baterista. El duelo por el amigo fallecido de alguna manera les acerca más de lo que estaban, pero también provoca la separación de la banda, porque todos sienten que sería extraño reunirse en un escenario con la ausencia del joven músico. Por tanto, cada uno de ellos comienza proyectos por separado que llevarán a Thomas a Inglaterra, de gira con un amigo, y a Anna a Berlín. Unos años más tarde, ambos se reencuentran en la capital alemana, pero Anna tiene una relación sentimental, y esto provoca una reflexión sobre qué hubiera ocurrido si hubieran seguido juntos.
Hay en la película una cierta melancolía que se expresa precisamente a través de la incapacidad de los protagonistas a la hora de expresar sus sentimientos. Es un retrato certero de una cierta forma de ser eminentemente escandinava (la película es una coproducción entre Suecia y Dinamarca, pero también cuenta con actores y técnicos de Noruega), menos expresiva que la de los países del Mediterráneo, y que explica las acciones de los dos protagonistas. Hay, también, y lo apunta el propio director, un ritmo y una estructura temporal que remiten a Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003), que representa una cierta alienación de los personajes, una sensación de no pertenecer a ningún lugar. Esto se expresa de forma conmovedora cuando Anna regresa a Copenhague después de un tiempo en Berlín, y cuando entra en su piso solitario, casi extraño después de su ausencia, sufre un ataque de pánico, una angustia provocada por un sentimiento de soledad.
Las canciones de la película están compuestas por jóvenes músicos suecos y daneses, y todo el concepto musical está construido no solo como apoyo a la historia, sino como complemento fundamental. Pero tanto en el terreno musical como en el narrativo, la película se queda en un término medio que no consigue provocarnos como espectadores. Asistimos a esta historia de desamor con cierta distancia, sin que haya escenas que remuevan nuestros sentimientos, quizás por ese laconismo que sobrevuela toda la película. Funciona mejor en determinados momentos de intimidad, como en la canción de reencuentro de los protagonistas, o en ese final ambiguo que refleja una cierta generación que siente un profundo desarraigo.
OFICIAL ÓPERA PRIMA
La sección dedicada a las primeras películas suele incluir pequeños hallazgos que, en su sencillez, aportan grandes dosis de emoción y verdad. Es el caso de la película colombiana El árbol rojo (Joan Gómez Endera, 2021), que se estrenó en la sección Cine en Construcción del pasado Festival de San Sebastián. La historia nace de la tradición de la gaita colombiana, un instrumento característico de la costa que supone el nexo de unión entre los personajes principales. Eliécer (Carlos Vergara) es un hombre de unos cincuenta años que vive humildemente en la costa y que un día recibe la noticia de que su padre ha muerto. Él fue quien le enseñó a tocar la gaita, pero durante mucho tiempo no han tenido contacto. A su muerte, ha dejado huérfana a una hija, Esperanza (Shaday Velasquez), un niña de la que Eliécer no tenía noticias (su padre había tenido varios hijos de diferentes mujeres) y que ahora, como medio hermana suya, se convierte en su responsabilidad. Con ella inicia un viaje hacia Bogotá para encontrar a su madre, que se convertirá en un recorrido por la belleza y los peligros de Colombia.
En este viaje les acompaña el joven Toño (Jhoyner Salgado), que aprovecha el camino para salir del pequeño pueblo costero en el que no hay futuro y tratar de encontrar una nueva vida en la capital colombiana. De esta forma, el director presenta tres etapas diferentes de la vida representadas en los tres personajes: la infancia, la juventud y la madurez, que son también tres formas distintas de enfrentarse a la vida. Eliécer solo busca la tranquilidad, Toño tiene ambición de mejorar y Esperanza es, como su propio nombre indica, un anhelo de una vida que comienza. El género de carretera escogido permite también ofrecer una visión de Colombia que es radicalmente distinta entre la costa y la capital. Conforme los tres viajeros se acercan a Bogotá el ambiente es cada vez más hostil, los peligros son cada vez más patentes. Hay muestras de solidaridad, pero también se encuentra el peligro de las guerrillas y los paramilitares, igualmente abusivos en su comportamiento. La acción, de hecho, transcurre en 1999, en el momento de mayor auge de los enfrentamientos entre las FARC y los narcoparamilitares.
La película ofrece una visión poliédrica de un país que es complejo, acrecentado por una profunda crisis económica, pero también es una representación folclórica de las costumbres y la cultura del pueblo, a través de la música, las canciones tradicionales y la interpretación de la gaita colombiana. Rodada con bajo presupuesto, pero apoyada en su desarrollo por algunos de los foros más destacados a nivel internacional, El árbol rojo es una muestra de cine pequeño que sin embargo transmite grandes emociones, especialmente en un tercer acto en el que la relación entre el hermano mayor y su medio hermana se hace más estrecha, en la que, por la diferencia de edad, él se convierte en una figura casi paternal para ella.
REBELS WITH A CAUSE
Otra muestra de cine latinoamericano con resultados notables es la producción venezolana Yo y las bestias (Nico Manzano, 2021), una de las revelaciones dentro de esta sección que pretende mostrar nuevas formas narrativas en el cine. La historia, como otras que hemos comentado en esta crónica, tiene como protagonista a Andrés Bravo (Jesús Nunes), un joven músico que decide abandonar la banda en la que toca porque siente que se han vendido a la propaganda de Nicolás Maduro después de haber aceptado la invitación para tocar en el Festival Caracas Suena. A partir de entonces intenta grabar un disco en solitario que de alguna manera le reconforte con la independencia de la música. Las bestias del título son dos compañeras imaginarias que forman parte de sus composiciones y de su forma de interpretar, pero también se pueden encontrar lecturas relacionadas con otras bestias que representan la opresión de la política o una sociedad que parece alejada de la propia vida del protagonista.
Andrés es un joven que tiene ambiciones pero también hay una actitud distante, solitaria, que se representa en el propio título, en la predominancia del "yo" frente a lo demás. Pero también es un ejemplo de un contexto social que aísla a las personas, en vez de agruparlas en forma de comunidad. El director escoge cierta forma de realismo mágico para hablar de la actual sociedad venezolana, que está presente por ejemplo en el encuentro con los policías corruptos, pero también para construir un musical minimalista, con canciones compuestas por el propio Nico Manzano, que también es músico, junto a Nika Elia y Christian Mijares. La película funciona y se construye como una metáfora de la inseguridad frente al futuro de la Venezuela actual, en ese intento por caminar en solitario, teñido de cierta melancolía, como la que tiene el protagonista. Hay algunos momentos de esperanza al final, pero los fantasmas están siempre presentes. Yo y las bestias, que ha participado también en Mar de Plata, fue adquirida para su distribución internacional por la distribuidora española Bendita Films, con sede en Tenerife.
Otra de las sorpresas del Tallinn Black Nights Film Festival es Zeria (Harry Cleven, 2021), una película de animación belga que construye una historia futurista con singular capacidad para crear cierta inquietud a través de un relato contado en primera persona y situado en el año 2056. El protagonista es Gaspard (Merlin Delens), un anciano que está a punto de cumplir 100 años pero también tiene la sensación de estar a punto de morir. Es el último hombre que queda vivo en la Tierra, tras la gran migración de los seres humanos a Marte, y allí es donde vive su nieto Zeria, que nació en aquel planeta. Gaspard graba una videocarta en la que cuenta su vida con la intención de que Zeria le conozca antes de morir. Se trata de un relato introspectivo que tiene una tonalidad melancólica y que cuenta el apocalipsis desde un punto de vista personal, la degradación de un planeta destrozado por el hombre mientras el ser humano sufre su propia degradación.
La película utiliza una maqueta de una ciudad que ya está cubierta de musgo, un reflejo de la supervivencia natural una vez que el hombre ha desaparecido, mientras la voz en off de Gaspard cuenta una vida que no ha sido fácil, envuelta en esta atmósfera de fatalidad, el desenlace inevitable de un planeta que ha sido absorbido completamente. La técnica que se utiliza en esta película contribuye también a este tono de extrañeza y desolación. Aunque se han utilizado marionetas, no se ha rodado como una producción de animación stop-motion, sino como una película tradicional. Los movimientos de las marionetas se rodaron en tiempo real, con los marionetistas actuando sobre un escenario dividido en diferentes capas para dar el realismo y la profundidad necesarios. La mezcla en muchos momentos de actores que llevan máscaras, y que componen unas formas corporales inquietantes, subraya también esta singular puesta en escena, que tiene una cierta influencia expresionista.
Esta representación de las máscaras es también el reflejo de una mentira, en la que a Zeria se la ha ocultado la existencia de su abuelo en la Tierra, como si el planeta fuera algo que debería olvidarse, como si borrar el pasado fuera la mejor opción para afrontar el futuro. Zeria es una de las películas más inquietantes e hipnóticas de la programación del festival, un trabajo notable del actor Harry Cleven en su faceta como director, del que hay que destacar especialmente el trabajo del director de fotografía Aleksi van Henneker, que ha sabido sacar partido de los desafíos de una producción tan particular como ésta.
Borgman y Once se pueden ver en Filmin.
Tango, Zonda, folclore argentino y Carmen se pueden ver en FlixOlé.
Lost in Translation se puede ver en Movistar+, Netflix y Prime Video.