El Festival de las Noches Negras que se celebra todos los años en la ciudad de Tallin (Estonia) se inauguró en el año 1997 y se ha convertido en uno de los festivales internacionales más importantes del Norte de Europa. Desde 2014 la FIAPF (Federación Internacional de Productores de Cine) le otorgó la acreditación de festival con una programación que le coloca entre los 15 festivales de categoría A (en España solo la ostenta el Festival de San Sebastián). Esta categoría, que en realidad no existe como tal, refleja que estos festivales cumplen la estricta normativa de la Federación de Productores en cuanto a organización, calidad de programación, infraestructuras, etc. Pero se trata más de un sello de calidad que de una clasificación en sí misma, que sin embargo se ha implantado como tal por el hecho de que en esta lista se encuentran el triunvirato de festivales como Berlín, Cannes y Venecia, que son los más promocionados del mundo.
En su 25 aniversario, el festival regresa a un formato presencial que está marcado nuevamente por las condiciones sanitarias que exige el coronavirus. En Estonia, el gobierno decretó el pasado mes de octubre la necesidad de acreditar la pauta completa de vacunación para poder asistir a espectáculos públicos o a restaurantes, que no puede ser sustituida por un PCR negativo. Como en otros países de Europa, la tasa de incidencia ha aumentado en las últimas semanas, aunque estos días ha bajado de los 600 casos diarios, el límite que el gobierno ha establecido como crítico y los hospitales están reanudando los tratamientos habituales que se interrumpieron en 2020, en un país en el que solo el 58,33% de la población está vacunada. Tallinn Black Nights Film Festival por tanto mantiene medidas de control en el acceso a los espacios compartidos como las salas de cine, donde el uso de mascarilla es obligatorio, o los encuentros con cineastas, para los que el festival proporciona el Respiray, un invento estonio que funciona como purificador de aire portátil que se coloca en el cuello y que utiliza la tecnología de luz ultravioleta para eliminar virus y bacterias.
A partir de hoy comenzamos una serie de crónicas que nos acercarán a la programación del 25 Tallinn Black Nights Film Festival.
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Esta sección competitiva de documentales ofrece los títulos más destacados del género, como la producción belga All-in (Volkan Üce, 2021), que compitió en CPH:DOX y Hot Docs este año. La historia acompaña a dos jóvenes: Ismail, de 18 años, y Hakan, de 25 años, el menor de doce hermanos, que se incorporan a la plantilla de temporada veraniega de Nashira Resort, un hotel de "todo incluido" en la Riviera Turca. Ambos tienen aspiraciones diferentes: Hakan quiere viajar a Estados Unidos para ser director de cine, admira a Nietzsche y Schopenhauer, y ve el trabajo como una forma sencilla de ganar dinero para cumplir sus sueños. Ismail, sin embargo, quiere aprovechar la oportunidad para crecer profesional y personalmente, y se siente atraído por ese mundo de cierto lujo que contempla desde la barra de la cocina.
Este microcosmos en el que los turistas son agasajados con todo tipo de comodidades, funciona como una representación de la sociedad, entre los que reciben y los que están a su servicio, y se va construyendo como una tragicomedia que reflexiona sobre la pérdida de la inocencia y el desarrollo de un turismo que cambia su dinero por indiferencia. Hakan trata de acercarse a los turistas rusos mencionando a Dostoyevski, pero éstos no parecen estar demasiado interesados en establecer contacto con el personal. El punto de vista de los trabajadores permite al director Volkan Üce, nacido en Bélgica de padres turcos, reflexionar sobre esa burbuja en la que se convierte el hotel durante el verano, que también es una forma de escapar de un entorno rural, sin expectativas, en el que viven los protagonistas.
Al final de la temporada, el responsable de Recursos Humanos pregunta a cada uno de ellos si les ha servido para algo su trabajo en el Resort. Sus respuestas son diferentes, en consonancia con sus anhelos, entre la decepción y la emoción. Pero hay una transformación en ambos que es, al mismo tiempo positiva y negativa: "Siento que me he vuelto más egoísta". Esta confrontación con el materialismo es también una confrontación con ellos mismos.
Otro de los documentales destacados de este año es Flee (Jonas Poher Rasmussen, 2021), ganador de numerosos galardones como el Gran Premio de Jurado en Sundance, el Premio del Público en Visions du Réel, o el Mejor Documental Nórdico en Göteborg, y con una carrera que le sitúa en muy buena posición en la carrera de los Oscar, tras ser nominado por la Critic's Choice. Con la producción ejecutiva de los actores Nikolaj Coster-Waldau y Riz Ahmed, cuenta la historia de un amigo del director, un refugiado afgano que ya tiene una vida completamente integrada en Dinamarca, pero que hasta el momento no había contado su odisea y la de su familia. De hecho, ha preferido ocultar su rostro y su nombre real, lo que llevó al director a tomar la decisión de utilizar animación tradicional y rotoscopia. Es, por tanto, una técnica que puede asemejarse a Vals con Bashir (Ari Folman, 2008) y otras producciones documentales animadas, pero que tiene una justificación muy clara. El trabajo de animación es más simple que, por ejemplo, el de Un día más con vida (Raúl de la Fuente, Damian Nenow, 2018), pero se compensa con un relato interesante y emocionante.
El único narrador de la película es Amin (nombre ficticio para preservar la identidad del protagonista), y esto le confiere a su relato una condición de descripción emocional que lo hace más cercano. Pero, al mismo tiempo, este relato zozobra en su representación de la verdad porque como dice el director, se trata de un "narrador poco confiable". Es decir, Amin siempre ha rodeado su vida de un misterio y de algunas mentiras para crearse una especie de burbuja de realidad que le ha permitido integrarse con mayor facilidad en una sociedad occidental. Por ejemplo, para ocultar una homosexualidad que en Dinamarca sí es asumida (ahora, a sus 36 años, tiene marido y está a punto de comprar una casa). Pero su relato, incluso el que cuenta en la propia película, a veces incurre en contradicciones (el director le recuerda que le había dicho que su familia estaba muerta cuando comienza a contar cosas que supuestamente le habían pasado a su familia en Rusia).
Su historia empieza en Afganistán, y en una huida en los años ochenta que le llevó primero a una Rusia empobrecida y después a Suecia y a Dinamarca. A través de flashbacks que surgen de una especie de sesión de terapia que tiene con el director, que aparece como interlocutor del protagonista, escuchamos una historia que sobrecoge por las experiencias del que fuera un niño tratando de encontrar junto a su familia un lugar donde vivir, lejos de la persecución en Afganistán y de la xenofobia en Rusia. El hecho de que la historia pueda incurrir en contradicciones no es tan importante, porque al final el relato de Amin adquiere su relevancia no desde el aspecto personal de hechos concretos, sino como representación de esa verdad emocional de los refugiados: los temores, la incertidumbre... Flee es un documental que habla desde la emoción sin necesitar de una mirada estereotipada. Asistimos a la experiencia personal de un hombre que no quiere mostrar su cara, pero que comparte su alma.
JUST FILMS
La competición dedicada a las películas con protagonistas jóvenes se engloba dentro de esta categoría, una especie de minifestival de la juventud que incluye catorce títulos que tienen en común su mirada a la juventud. Y entre ellos destacamos dos películas latinoamericanas que aún están pendientes de estreno en sus respectivos países.
98 segundos sin sombra (Juan Pablo Richter, 2021) de hecho se estrena en salas de cine de Bolivia el próximo 25 de noviembre, y también es una de las cuatro películas latinoamericanas finalistas en los Premios Forqué, que este año se adelantan un mes para celebrarse en diciembre en vez de en su habitual cita en enero. La película adapta la novela 98 segundos sin sombra (2013, Ed. Caballo de Troya) de la escritora boliviana Giovanna Rivero, un relato de crecimiento que tiene como protagonista a la adolescente Genoveva (Irán Zeitún), en la década de los ochenta, educada en un colegio de monjas y que se enfrenta a las nuevas necesidades de una edad que la coloca en el límite de la madurez. La historia, contada a través de su propia voz, está mezclada con elementos de tipo fantástico, especialmente relacionados con la ciencia-ficción que tantas referencias y desarrollo tuvo en aquellos años. Genoveva no habla de transformación sino de transmutación, y sueña con viajar al planeta Ganímedes, donde pueda encontrar una civilización que la salve de este mundo.
Juan Pablo Richter construye una película que se regocija en el personaje central, esta adolescente que vive en una década compleja en la sociedad boliviana, cuando comenzaba a introducirse la pasta de coca, la denominada pichicata, en los años ochenta, que se desarrolló como una forma de afrontar la grave crisis económica del momento, aumentando la producción de forma notable. En este contexto, se ve sometida por la férrea disciplina de las monjas y por el aumento del narcotráfico, pero Genoveva encuentra en la imaginación y la ciencia-ficción una vía de escape, especialmente a través de su relación con el maestro Hernán (Quim del Rio), un personaje de aire místico. Pero también hay una mirada mágica hacia su abuela Clara (Geraldine Chaplin), que Genoveva define como "una bruja, que vino de la tierra de donde vienen las brujas". En su sentimiento de aversión hacia su entorno, la niña le pide a su abuela que fabrique un muñeco de vudú que pueda utilizar como venganza.
La película se beneficia del texto poético de Giovanna Rivero que pone en Genoveva descripciones llenas de magia y de expresividad, especialmente cuando se refiere a entornos realistas a través de su mirada de fantasía: "Madre ya no es madre. Cuando se casó, un extraterrestre del planeta Tristeza se metió en su cuerpo". La obsesión de genoveva se concentra las horas, minutos y segundos que sirven para controlar el tiempo, una especie de deseo íntimo de manejar su propia vida y su propio espacio temporal. Su entorno familiar está marcado por la pesadumbre, con una madre depresiva y con la llegada de un bebé que su propio padre califica como "un niño que no es normal". La película fusiona con destreza la realidad y la fantasía, aunque esta última a veces se nota forzada en su expresión visual (como en la escena musical), mientras que funcionan mejor las relaciones personales entre Genoveva y los personajes más cercanos, como la abuela Clara o sus amigas Lorena (Luciana Carrasco) e Inés (Florencia Ramírez). Más asequible desde el punto de vista narrativo que su debut en el largometraje con El río (Juan Pablo Richter, 2018), 98 segundos sin sombra es un coming-of-age lleno de magia que equilibra con habilidad la realidad hostil envuelta en una mirada imaginativa de la protagonista.
El estreno mundial de Topos (Carlos Zapata, 2020) ha sido un alto en el camino en un conflicto que mantuvo a los productores y el director de esta película colombiana en permanente intercambio de acusaciones. Mientras Carlos Zapata acusaba a Perrenque Media Lab de adeudarle sus honorarios, algunos miembros de la productora lanzaron en los medios de comunicación acusaciones de amenazas y violencia por parte del director. La película es la que más ha sufrido este enfrentamiento porque hasta ahora no ha podido tener su premiere mundial y todavía permanece inédita en Colombia. Carlos Zapata, director de otro retrato de la infancia marcada por la violencia y las drogas como fue Las tetas de mi madre (2015), ha estado recientemente en Málaga dirigiendo un videoclip del baterista y ahora cantante Muchopelo y su relación con nuestro país también se refleja en la distribución internacional de su última película, que corre a cargo de Soul Pictures, compañía fundada en España por el productor norteamericano Nicos Beatty.
Con Topos, Carlos Zapata retrata parte de su juventud, cuando él mismo fue un niño de la calle entre los 13 y los 20 años, pero lo hace con una historia ficticia protagonizada por un grupo de niños que duermen en las alcantarillas y esnifan pegamento. La película utiliza en su narrativa el realismo mágico a través de elementos fantásticos que se introducen en la historia, como el perro imaginario que acompaña a Ratona (Dayana Vargas), pero también a través de la mirada del principal protagonista, Titi (Isaac Rodríguez), un niño que ha sido expulsado de su propia casa y que recorre las calles de Bogotá con su grupo de amigos, formado por Carlitos (Jose Vargas), Jhon (Daniel Gutiérrez), Pinky (Mateo Pulido) y Betún (Osney Narvaez). Ellos habitan ese mundo paralelo de niños de la calle que sacan algo de dinero limpiando parabrisas en los semáforos y que se enfrentan a la amenaza de la "limpieza social", que incendia las alcantarillas para evitar habitantes indeseados, como reza una pintada con doble sentido: "Las alcantarillas son para el agua no para las ratas".
La película consigue un retrato íntimo de los niños de la calle, siguiendo la trayectoria de otras producciones colombianas que se han acercado a un retrato realista de Bogotá como La sociedad del semáforo (Rubén Mendoza, 2010), en este caso aporta un sentido del humor y de fantasía que refuerza la empatía con los jóvenes protagonistas. Dividida en dos partes diferenciadas, en las que Tito acompaña primero a este grupo de desarrapados y después a la joven Ratona, en algunos momentos tiene una estética que nos recuerda a El rey pescador (Terry Gilliam, 1991), con la que también tiene en común la descripción de los elementos fantásticos que en aquella eran reflejo de la locura del protagonista, y en ésta se formula como un vehículo para mantener la cordura. Suponemos que la versión presentada en el festival es el montaje con el que el director se muestra más satisfecho en su disputa con los productores, porque el propio Carlos Zapata ha acompañado su presentación mundial en Tallin, pero se nos antoja demasiado metraje para una historia que se estanca en algunos momentos, especialmente en el trayecto de Titi junto a Ratona, que es un personaje interesante pero no contribuye al desarrollo del protagonista. Si en 98 segundos sin sombra la protagonista trataba de alcanzar Ganímedes para huir de su propia realidad, en Topos los jóvenes caminan en busca de una urbanización llamada Paraíso, un lugar de ensueño que se convierte en su particular escapatoria de un submundo que también es hostil. La última secuencia, que encontró dificultades para rodarse por la negativa de los vecinos, se muestra como una especie de Santa Compaña que refleja las vidas perdidas de niños en las calles de Bogotá.
Vals con Bashir, Un día más con vida y El rey pescador se pueden ver en Filmin.
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