20 noviembre, 2021

Tallinn Black Nights Film Festival 2021 - Parte 2: Golpes de realidad

Nuestra segunda crónica del Tallinn Black Nights Film Festival, que estamos cubriendo estos días, se acerca a algunas de las secciones competitivas a través de visiones de la realidad que son duras pero también intensamente contundentes. El festival de Tallin, que se celebra hasta el 28 de noviembre, nos proporciona estrenos mundiales en su sección competitiva de películas que marcarán la trayectoria en festivales durante el próximo año. Y también nos acercamos en esta crónica a una de las representantes españolas que compiten este año en Tallin. 

COMPETICIÓN OFICIAL

El título de la película Animals (Nabil Ben Yadir, 2021), estrenada en el Festival de Gante 2021 y producida por Jean-Pierre y Luc Dardenne, es una definición y al mismo tiempo una declaración de principios. La deshumanización a la que el espectador asiste es brutal y explícita, y adopta la palabra realismo para construir una descripción del nacimiento de unos monstruos, aquellos que el 22 de abril de 2012 mataron al joven Ihsane Jarfi en la ciudad belga de Lieja, en lo que fue catalogado como un crimen homófobo. La película describe una noche de infierno que llega a resultar insoportable en la representación de la violencia, pero que llega a ser más rotunda en las vejaciones verbales que en la propia agresión física. 

La estructura narrativa de la historia se divide en tres partes: la primera transcurre durante la fiesta de cumpleaños de la madre de Brahim (Soufiane Chilah), un joven de padre inmigrante y madre belga que está decidido a presentar por primera vez a su familia al novio con el que ha convivido durante cinco años. El formato 4:3 y la cámara siempre cerca del protagonista, en planos secuencia en los que se mueve por la casa esperando con ansiedad la llegada de su novio, marcan el tono opresivo de la película, que ya está presente en la propia vida de Brahim, incapaz de tener una vida normal en la que su pareja forme parte de la familia. Este formato continuará en el segundo acto, cuando Brahim se sube a un coche con cuatro jóvenes para mostrarles una zona de bares de la ciudad, sin saber que esa decisión le acabará llevando a un auténtico infierno. Las escenas que se desarrollan dentro del vehículo, en primeros planos que a veces cortan la imagen, es claustrofóbica, y poco a poco la incomunicación va derivando hacia la violencia verbal y los insultos homofóbicos, el momento en el que la deshumanización comienza a producirse. 


La secuencia en la que se producen las agresiones físicas y las vejaciones es especialmente dura y sobrecogedora, no solo por la explicitud de las acciones, sino sobre todo por el realismo de éstas, lo que se refuerza con la decisión de Nabil Ben Yadir de sustituir el formato cuadrado para mostrarnos la secuencia a través de los móviles de los agresores. Ya no es el director quien filma, sino los propios actores, otorgando una verosimilitud que intensifica la transformación de estos monstruos, que convierte a los hombres en animales, que elimina todo tipo de humanidad en los atacantes, cada vez más embrutecidos, y en la propia víctima, convertida en un desecho, un objeto inanimado. El acto de filmación es incluso más terrible que la propia agresión, porque muestra el sentimiento de impunidad de los agresores. Uno de ellos se convierte en protagonista del tercer acto, que vuelve al formato 4:3 del principio, y que se convierte en una especie de espejo de las primeras escenas con Brahim. Este monstruo cuyas manos están aún ensangrentadas por los golpes, vuelve a su realidad, que también está marcada por la violencia, en una de las escenas más controvertidas de la película, porque parece dar una cierta justificación a su deshumanización, convirtiéndose él mismo en una especie de víctima dentro de su entorno familiar. 

Animals es una película que posiblemente generará polémica en su estreno el próximo mes de febrero en Bélgica, un país en el que el asesinato de Ihsane Jarfi se convirtió en un reclamo social en contra de la homofobia. Pero el director se pregunta en algunas entrevistas por qué fue considerado solamente como un crimen homófobo pero no como un crimen racista. Su acercamiento a esta realidad es duro y sin concesiones, provoca rabia y dolor, es un golpe que no deja indiferente. 

El director húngaro György Pálfi consiguió un importante reconocimiento internacional con la película Taxidermia (2006), con la que logró el Premio de la Crítica en el Black Nights Film Festival y participó en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. La iconografía visual de cuento fantástico también está presente en Perpetuity (György Pálfi, 2021), que se sitúa en un futuro cercano marcado por un nuevo conflicto bélico en Europa que ha provocado la desaparición de países como Hungría y Estonia. En este espacio apocalíptico, del que no se ofrecen muchos más datos de índole político sobre las causas de la guerra, sino que sirve como contextualización del entorno, seguimos al soldado Ocsenás (Tamás Polgár) en su trayectoria de supervivencia en un mundo que se ha convertido en declaradamente hostil, en el que conoce a otros personajes igualmente abandonados, como Margitka (Julia Ubrankovics) y Béres (Attila Menszátor-Héresz), con el que establecerá una conveniente relación de dependencia y camaradería masculina que sin embargo acabará siendo frágil. 


La película está basada en un cuento del escritor húngaro Sándor Tari y habla también de cierto proceso de deshumanización, imaginando una Europa en la que ya no queda nada por lo que luchar excepto uno mismo. Esta descripción postapocalíptica se muestra en un entorno de tipo fantástico en el que incluso habitan seres mutantes en el interior de un lago. Hay una cierta aproximación al universo surrealista de Taxidermia en esta nueva película del director György Pálfi pero, como en aquella, los resortes de la representación visual acaba sepultando la coherencia de la narrativa. Básicamente la historia se centra en el proceso de supervivencia de unos personajes que solo encuentran algunos momentos de conexión emocional, pero esta descripción visualmente sorprendente acaba naufragando en su propio exceso, en su incapacidad para ir más allá del impacto visual. Hungría es precisamente la cinematografía a la que esta edición de Black Nights Film Festival dedica una retrospectiva.

COMPETICIÓN ÓPERA PRIMA

Estrenada en la Sección Zinemira del Festival de San Sebastián, El radioaficionado (Iker Elorrieta, 2021) es la única película española que compite como ópera prima. El director, que ha trabajado como cámara en 18 comidas (Jorge Coira, 2010) debuta con una historia que retrata la necesidad de encontrar un espacio vital propio dentro de una sociedad que impone sus propias reglas. El protagonista es Niko (Falco Cabo), un joven en la treintena con trastorno del espectro autista que, tras la muerte de su madre, escapa de su vida en Madrid para regresar a su pueblo natal, en la costa de Euskadi, donde pretende embarcarse para llegar a alta mar. La vuelta a este otro espacio en el que vivió su infancia supone también el reencuentro con Ane (Usúe Álvarez) una antigua compañera de colegio. Y durante los dos días en los que se dedica a reparar la embarcación en la que cumplirá el deseo de despedirse de su madre, se establece un vínculo especial entre ambos, que están igualmente mermados en sus relaciones afectivas. 

Iker Elorrieta, que ha dirigido algunos cortometrajes documentales como I forgot myself somewhere (2016), aporta un estilo narrativo cercano a ese género, coloca la cámara que él mismo maneja junto a sus personajes, como un acompañante invisible que aporta cercanía en los planos cortos, o en planos secuencia que mantienen esa proximidad. El propio director es también guionista, director de fotografía y montador, lo que aporta un carácter muy personal al proyecto, que se refleja en un conocimiento preciso del autismo en la descripción del comportamiento de Niko, al que el actor Falco Cabo construye con precisión, con la capacidad de transmitir expresividad sin mostrarla externamente. De alguna manera, en su físico rotundo que expresa sin embargo una profunda sensibilidad, Niko nos recuerda a aquel hombre bonachón que protagonizaba Corazón gigante (Dagur Kári, 2015). 

Pero su camino es más doloroso y arriesgado. Huyendo de los trabajadores sociales, se encuentra por primera vez en su vida sin protección, y en cierto modo Ane representa el lazo afectivo que tenía con su madre. El problema es que Ane también es un personaje herido emocionalmente, que esconde bajo una superficie de seguridad e independencia. Esta introspección emocional tiene sin embargo su proyección en el amplio horizonte de la costa, todos los momentos de mayor intimidad entre los dos protagonistas se producen junto a la orilla o con el mar de fondo, convertido en un espacio natural que casi parece protector y cómplice. El mar también es el objetivo final del protagonista, el lugar en el que finalmente se despedirá de su madre. La trayectoria de Iker Elorrieta está conectada precisamente con el mar, primero a través de su relación con el surf, tanto personal como profesional, y también en películas como Mediterráneo (Marcel Barrena, 2021), donde trabajó como cámara subacuática. 

El radioaficionado es una película que crece más en lo que no muestra que en lo que refleja externamente; una historia que fluye especialmente bien en el subtexto, sin necesidad de dar demasiadas explicaciones. El autismo de Niko es el espejo de las carencias del resto de los personajes, y provoca el rechazo teñido de condescendencia, como en su relación con los jóvenes trabajadores del embarcadero, cuya apatía se hace más evidente confrontada con la perseverancia de Niko en el trabajo. Lo más interesante del debut de Iker Elorrieta es su constante huida de los convencionalismos, su firme necesidad de desviarse de la trayectoria habitual, lo que refleja una sugerente búsqueda de nuevos caminos.  

En La vie me va bien (Alhadj Ulad Mohand, 2021), el director francés de origen marroquí cuenta la experiencia personal de su familia a través de una tragicomedia que se desarrolla en los años noventa en un pequeño pueblo, en el que el adolescente Ismaïl (Sayyid El Alami) vive junto a su padre Fouad (Samir Guesmi), su madre Rita (Luba Azabal) y sus dos hermanos. La belleza del espacio a través de los colores azulados del mar y de las paredes encaladas ofrecen una visión relajada de un lugar pequeño, sin demasiadas posibilidades de futuro pero con una rotunda tranquilidad y estabilidad familiar. Su padre utiliza su trabajo como reparador de líneas telefónicas para tomar prestadas algunas llamadas internacionales al hermano de Ismaïl, que ha emigrado a París, y proporciona clases gratuitas de español a algunos habitantes del pueblo, que provienen de su etapa como emigrante.  

Este entorno de estabilidad, que tiene un aire a aquel pequeño pueblo de El cartero (y Pablo Neruda) (Michael Radford, Massimo Troisi, 1994), pero con el colorido entorno de los cielos y el mar de Marruecos, comienza a perturbarse cuando Fouad empieza a tener comportamientos extraños, provocados por alguna enfermedad neurológica que poco a poco va degenerando en una incapacidad para moverse y discernir correctamente. Y esta enfermedad en la que el centro principal de la familia va desapareciendo poco a poco, obligará a un crecimiento progresivo del adolescente protagonista. Conforme su padre se va convirtiendo más en un niño, él tendrá que afrontar su condición de adulto, no solo al cuidado de su padre sino también de una madre que tiene que asumir repentinamente el papel de eje familiar. 

La historia sin embargo no está contada desde un punto de vista trágico, porque el director escoge un camino más cercano a la comedia, o a la historia de crecimiento personal. Espléndidamente enmarcada por una fotografía que extrae la belleza del lugar y por una hermosa partitura musical de Niki Reiser, La vie me va bien es una película que desprende ternura en escenas como cuando Rita baña a su esposo, ahora convertido en una especie de hijo pequeño. Lubna Azabal, una de las actrices más reconocidas del cine francés pero nacida en Bélgica de origen marroquí y español, construye un personaje que también sufre una transformación radical, aportando ternura y dolor. Se trata de una película hermosa que está narrada con delicadeza, posiblemente con la distancia que le permite al director mirar su propio pasado desde una perspectiva adulta y madura, que nos muestra la necesidad de afrontar los problemas con estoicismo, en un camino vital que puede encontrarse con una curva retorcida en cualquier momento. Un hermoso canto a la vida. 

JUST FILMS

El ejemplo perfecto de qué tipo de películas forman parte de esta sección lo encontramos en Dealer (Jeroen Perceval, 2021), una historia densa y dura sobre la oscuridad del ser humano a través de los ojos de un niño. Como decíamos en nuestra anterior crónica, no se trata de una sección de cine infantil para público infantil, aunque sí hay algunas muestras de ello, sino de visiones de la juventud sobre el mundo adulto. Johnny (Sverre Rous) es un joven de catorce años cuya relación con los mayores está marcada por la frustración de una vida difícil: su madre es una artista con problemas mentales que obliga a Johnny a vivir en una casa social. Pero su horizonte se abre a la esperanza de poder cambiar cuando conoce a Anthony (Ben Segers), un famoso actor que consume las noches entre drogas, alcohol y sexo. Entre ambos surge una relación de amistad que convierte a Anthony en una especie de protector de Johnny, sobre todo cuando le ofrece la oportunidad de dejar el mundo de las drogas y conseguir su sueño de convertirse también en actor. 

La película, presentada en el Festival de Gante y estrenada hace una semana en Bélgica, se refiere a la dificultad de aprovechar las segundas oportunidades, y nos plantea una reflexión sobre la posibilidad de redención. Porque la única manera de que el actor de vida desfasada pueda ayudar al joven dealer es que él mismo abandone las drogas y, por supuesto, que Johnny consiga huir de ese ambiente de traficantes en el que se ha visto envuelto. Jeroen Perceval no rehúye la dureza de estos ambientes, es más, ahonda en la representación de este mundo oscuro y peligroso, especialmente en un tercer acto marcadamente pesimista. Es una película que hace pocas concesiones a los personajes protagonistas, que establece un entorno de cierta perversión en el que se pone de manifiesto la dificultad de resistencia del joven personaje en un ambiente de adultos. 

La relación entre Anthony y Johnny se construye a través de sus carencias. Para el primero, el joven es una proyección de su necesidad de redimirse consigo mismo, pero muestra también la hipocresía de esa representación de la solidaridad que demuestran muchos personajes famosos. Johnny encuentra en él la posibilidad de alcanzar su propia quimera, la de convertirse en una figura pública para, seguramente, acabar en los mismos ambientes nocturnos de los que intenta escapar. El joven está atrapado en un entorno de masculinidad tóxica que se muestra a través de la figura del traficante Luca (Bart Hollanders), y su única posibilidad de salir es agarrarse a una cuerda ardiendo. Dealer abunda en la oscuridad de los ambientes nocturnos de Amberes, y a veces su contenido explícito puede hacerse difícil de soportar, posiblemente motivado por el hecho de que Jeroen Perceval, actor belga que debuta como director, vivió personalmente una juventud marcada por las drogas. Esta es la historia de una víctima, un niño rodeado de adultos que no aceptan su responsabilidad como reflejo de sus propios errores.  


18 comidas se puede ver en Filmin. 
El cartero (y Pablo Neruda) se puede ver en Filmin y Prime Video. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario