La Muestra Internacional de Cine de Mujeres de Barcelona continúa desarrollándose esta semana, con una selección de películas que están disponibles en Filmin hasta el 14 de junio, y con algunas actividades paralelas. En una edición en la que el género documental ocupa una presencia muy importante, la retrospectiva de este año no podía por menos que estar dedicada a uno de los nombres fundamentales del género, pionera del documental latinoamericano.
Marta Rodríguez es una cineasta colombiana que ha desarrollado su carrera desde los años sesenta y se ha convertido en la voz de los campesinos y los indígenas de su tierra, aquellos que han sufrido con mayor crudeza la violencia de su país. El ciclo se centra en su primera etapa como directora, con cinco películas que muestran su compromiso con los desfavorecidos: Chircales (1966-1971), Campesinos (1973-1975), Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981), Nacer de nuevo (1986-1987) y Amor, mujeres y flores (1988). Es un acercamiento adecuado como introducción a su cine, aunque también faltan obras fundamentales como Planas, testimonio de un etnocidio (1971), y asimismo hubiera sido interesante ver la que hasta el momento es su última película, La Sinfónica de los Andes (2019), o el documental Transgresión (Fernando Restrepo, 2015), que se centra precisamente en la figura de la cineasta.
Ayer tuvo lugar un encuentro virtual entre Marta Rodríguez, su hijo Lucas Silva Rodríguez, también documentalista, y Fernando Restrepo, moderado por la cineasta Laia Manresa. Desde su casa en Colombia, Marta Rodríguez se nos muestra como una persona mayor, que ya tiene algunos problemas de movilidad, lo que le obliga en algunos casos a delegar parte de su trabajo como directora, pero con una memoria envidiable que recuerda nombres y fechas con gran precisión. Sigue siendo una mujer rebelde, que se ve marcada por la violencia que ha venido asolando a su país, Colombia, desde que cogió la cámara por primera vez. Una violencia que se sigue ejerciendo sobre los campesinos y los indígenas, a pesar de un proceso de paz que, según ella, "está dejando todavía muchos muertos. A mí me siguen llegando noticias de líderes indígenas que están siendo asesinados, incluso de matanzas contra niños". Ver su cine es acercarse a una realidad que aún es actual. Poco han cambiado las condiciones laborales de las trabajadoras del sector floricultor colombiano, que ella describe en su documental Amor, mujeres y flores (1988). Su cine es, por tanto, un instrumento para la memoria, pero también para recordar que la explotación y la violencia aún están presentes en Colombia.
El cine documental de Marta Rodríguez es el reflejo de una época y una forma de hacer documentales. Su primera película, por ejemplo, Chircales (1966-1971) le tomó cinco años rodarla y un año más para editarla. Junto a Jorge Silva, su compañero sentimental y profesional, Marta Rodríguez se acercó a las formas de esclavitud de la fabricación de ladrillos. "Del latifundio agrario al latifundio urbano", comenta el narrador. Silva y Rodríguez convivieron con los Castañeda, una familia de campesinos formada por un matrimonio y once hijos. Es lo que se define como la "observación participante", característica de su mirada como documentalista, con la que no solo mostraba la realidad, sino que participaba activamente en ella. Hay dos momentos de "puesta en escena" en el documental: la comunión de la hija, que para algunos es un homenaje a L'atalante (Jean Vigo, 1934), y el final cuando la familia es despedida de la finca, en parte debido a su participación en el documental. Esta parcial reconstrucción de la realidad en algunos momentos también forma parte del estilo de los directores. Precisamente los estudios de Marta Rodríguez en París le hicieron descubrir el "cinéma vérité", que fue fundamental para su vocación cinematográfica.
Los documentales de Marta Rodríguez y Jorge Silva van más allá de lo meramente testimonial (la descripción de las condiciones de vida), se presentan con una aspiración de cambiar esa realidad a través de sus imágenes impactantes (los niños cargando ladrillos en Chircales, la imagen del niño muerto en Campesinos...). Son por tanto obras cinematográficas nacidas con la intención de modificar la realidad que denuncian: "El pueblo no estaba desesperado, estaba dormido", comentaba Marta Rodríguez ayer.
En Campesinos (1975), que se empezó a rodar entre 1970 y 1975, Marta Rodríguez y Jorge Silva se centraron en la lucha del movimiento agrario colombiano. En cierto modo, esta película y Planas: las contradicciones del capitalismo - Testimonio de un etnocidio (1971) son complementarias, aunque en este ciclo solo podemos ver la primera. Hablan ambas de la explotación de los indígenas y los campesinos, y proponen también una mirada histórica. "Hoy, como hace siglos, continúa la explotación y la persecución", comenta el narrador. De ahí nace precisamente la revolución agraria, en la que los indígenas se organizaron para tomar las tierras de los latifundistas.
Dos de los documentales que se pueden ver en el ciclo que dedica la Muestra Internacional de Cine de Mujeres a Marta Rodríguez han sido recientemente restaurados. Por un lado, Chircales (1966-1971), que ya mencionamos antes, y por otro Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1978-1981), cuyo título ya es suficientemente explícito. Marta Rodríguez y Jorge Silva se centraron nuevamente en la comunidad indígena, y crearon la que posiblemente sea una de las películas más impactantes que se han hecho en Latinoamérica sobre las reivindicaciones indígenas. El crítico colombiano Luis Alberto Álvarez definió Nuestra voz de tierra como la primera película realmente "mágica" en el cine colombiano. Y es un salto cualitativo en la carrera de Marta Rodríguez y Jorge Silva, porque no solo plasma la realidad de las poblaciones indígenas, sino que se atreve a representar sus relatos mitológicos. Estos relatos tienen que ver con ese pasado traumático de la conquista: "Participamos en ese ritual de contar mitos que definieron la conquista", dice Marta Rodríguez, "los indígenas nos hablaban de la memoria de los perros que los destrozaban, del diablo en las montañas". Estas historias son contadas por los propios indígenas, mientras en las imágenes hay una elaborada puesta en escena, un equilibrio excepcional entre el documento real y la interpretación simbólica que tiene ese algo de "realismo mágico".
La evolución del cine de Marta Rodríguez y Jorge Silva continúa con Nacer de nuevo (1987), un mediometraje que deambula entre la ficción y el documental. Fue una época también decisiva en su trayectoria personal, porque como ella decía ayer "estábamos en una profunda crisis ideológica de la izquierda, nosotros dejamos de participar. Ya no hacíamos política, ahora hacíamos poesía". Efectivamente, esta película se centra en un pequeño pueblo de las montañas, Armero, al que el estallido de un volcán cercano dejó sepultado, muriendo más de 20.000 de sus 29.000 habitantes. Marta Rodriguez comenta: "Nos fue muy difícil comenzar el documental, porque nadie quería hablar del barro. Estaban ya hartos del barro". Pero de pronto conocieron a la protagonista, María Eugenia Vargas, una anciana de 71 años que mantenía la fuerza de vivir, que proclamaba la dignidad ante todo. Un personaje singular, vitalista, hablador, que se convierte en la protagonista de una película que casi podría ser de ficción, lanzando frases inolvidables: "Tengo 71 años y quiero vivir hasta los 100 para poder reponer lo que perdí en la avalancha"; "el que come y caga no se muere"; "yo soy más poeta que artista"... Es ella la que encarna la pasión por la vida, la que encuentra en los pequeños detalles una razón para levantarse cada mañana. Al final de la película, Marta Rodríguez utiliza una de sus frases, "uno tiene que tener valor hasta para morirse", como homenaje a Jorge Silva, que falleció en 1987, mostrando algunas fotografías del cineasta junto a la protagonista.
Jorge Silva también participó antes de morir en Amor, mujeres y flores (1988), otra de esas obras imprescindibles en la filmografía de Marta Rodríguez. De hecho, recordaba la directora que se había encontrado con nueve horas de material rodado para poder armar un relato en la mesa de edición, ya sin la ayuda de su marido y colaborador. En este caso la denuncia participativa se centra en el sector floricultor colombiano, siendo éste uno de los países de Latinoamérica que más flores exporta al extranjero, pero en su mayor parte a través de empresas que están en manos de "gringos". Es justamente la voz de un gringo la que comienza el relato, una representación de otra forma de conquista, más sutil, más amable, pero no menos peligrosa. "Mientras las flores mantienen su belleza, las mujeres se marchitan". Es el triste destino de los que trabajan en el sector, tanto hombres como mujeres, víctimas de las consecuencias en la salud de los productos químicos que utilizan para fumigar. Es la violencia oculta de la belleza. Leucemia, epilepsia y otras enfermedades son diagnosticadas a los trabajadores que, cuando ya no pueden afrontar el trabajo, son despedidos. O lo que es lo mismo, trabajar para ser envenenados lentamente. En la última parte del documental, los trabajadores de la empresa Bogota's Flowers inician una huelga de 55 días, y consiguen hacerse con el control. Pero el epílogo nos muestra que ese final feliz es solo una ilusión.
Marta Rodríguez dedica unas palabras a Jorge Silva, su compañero de tantos años: "El día 28 de enero de 1987, a las 7 de la madrugada, muere Jorge Silva, a la edad de 46 años, cineasta del nuevo cine de América Latina y autor de esta película. Quebrantada su salud por las presiones a las que fue sometido en su lucha por mostrar de nuestro pueblo, su verdadero rostro. Marta Rodríguez de Silva, su compañera". Es el testamento cinematográfico de un cineasta, pero también de una forma de hacer documentales. A partir de entonces, Marta Rodríguez, terriblemente afectada por la muerte de Jorge Silva, abandona el cine por unos años. Y cuando regresa todo ha cambiado. El video sustituye al material fílmico, pero aún de forma incipiente, con la ventaja de la inmediatez y la rapidez, pero también con problemas de calidad de imagen y de sonido. Tras un trabajo solo de edición en Memoria viva (1992), el regreso al cine documental de Marta Rodríguez se produciría con Amapola, la flor maldita (1998), que ya realizó junto a su hijo, Lucas Silva. Fueron más de diez años de duelo, para regresar a un género cuyas fórmulas de producción habían cambiado radicalmente.
El ciclo se queda solo en los trabajos de colaboración entre Marta Rodríguez y Jorge Silva, posiblemente dos de los creadores de documentales más influyentes del panorama cinematográfico latinoamericano. Un ciclo de películas que merece la pena descubrirse. Primero, porque contienen imágenes poderosas, porque son una lección de cine. Por otro lado, porque sus temas no pertenecen al pasado, sino que son también realidad presente. Fernando Restrepo, colaborador de Marta Rodríguez en los últimos años, define su cine como una forma de "entender el rompecabezas de la violencia en Colombia".
"El cine ha sido mi guía, ha sido mi razón de ser, ha sido mi lucha, ha sido un encuentro con un país que, por las circunstancias históricas y políticas, es un país netamente violento", concluye Marta Rodríguez.
Chircales, Campesinos, Nuestra voz de tierra, Nacer de nuevo y Amor, mujeres y flores se pueden ver en Filmin hasta el 14 de junio.
L'atalante se puede ver en Filmin.
La entrevista a Marta Rodríguez se puede ver en la web de la Mostra de Films de Dones.
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