Nuestro repaso al Festival Internacional de Cine de Estocolmo continúa en el contexto de una edición que se está convirtiendo en titánica. Pero también es cierto que las consecuencias provienen de la decisión de los organizadores de celebrar el festival de forma parcialmente presencial. A las dificultades propias de mantener disponibles las proyecciones con las medidas de seguridad higiénica que se exigen y las restricciones que se imponen, hay que añadir también la falta de una comunicación adecuada por parte de los responsables del gobierno. Esta semana, las autoridades suecas lanzaron un nuevo paquete de restricciones que incluye la prohibición de toda reunión en espacios públicos de más de 8 personas durante las próximas cuatro semanas. Esto, en la práctica, supone el cierre de los cines y teatros, y de hecho la mayor cadena de cines de Suecia, Filmstaden, ya anunció que a partir del 24 de noviembre, fecha a partir de la que comienzan las restricciones, cerrarán sus salas. Pero posteriormente el epidemiólogo Anders Tegnell (el Fernando Simón sueco, responsable de la primera estrategia fallida de Suecia de tratar de conseguir la inmunidad de grupo evitando restricciones drásticas), hizo unas declaraciones en las que afirmaba que a las salas de cine no les afectaría esta prohibición, afirmación que después fue desmentida por el Ministerio del Interior.
©Carla Orrego Veliz Visión pandémica de un festival de cine |
De hecho, es cierto que en otoño se presentó por parte del gobierno una excepción para eventos públicos con asientos, que podían acoger a 300 personas como máximo, siempre que se garantizara la distancia adecuada entre ellas. Pero los condados, sin embargo, aplicaron una cifra máxima de 50 personas, que es con la que estos días se está celebrando el Festival de Estocolmo. Sin embargo, parece claro que, a partir del martes 24 de noviembre, dos días después de que concluya el festival de cine, en el que comienzan las nuevas restricciones, las salas en Suecia dejarán de estar abiertas, porque entre otras cosas las distribuidoras no parecen tener la intención de estrenar sus películas para una audiencia tan reducida.
Competición Documentales
Precisamente el Festival Internacional de Cine de Estocolmo estrena uno de los primeros documentales en torno a la pandemia del COVID-19. 76 days (Hao Wu, Weixi Chen, Anónimo, 2020) se proyectó por primera vez en el Toronto International Film Festival y ha sido adquirido para su distribución en Estados Unidos por MTV Documentary Films, que tiene previsto estrenar el 4 de diciembre y realizar una intensa campaña de cara a los Oscar. Y sin duda podría ser una de las películas relevantes de la carrera de premios durante estos meses. El rodaje del documental, realizado durante el período de 76 días de confinamiento de Wuhan, casi es susceptible de una película en sí mismo. El director, Hao Wu, residente en Nueva York, contactó con dos realizadores chinos (uno de ellos decidió mantener su anonimato) para grabar dentro de cuatro hospitales de Wuhan entre enero y marzo de 2020. El gobierno prohibió expresamente la grabación de imágenes en los hospitales, pero la colaboración de algunos médicos, especialmente los que provenían de otras localidades, les permitió acceder al interior.
76 days es un documental visceral, realizado de forma apresurada, captando el caos que una pandemia cuyas proporciones desconocidas (ha matado a más de un millón de personas en todo el mundo) provocó en los primeros meses de su propagación. Es, por tanto, una película que no pretende hacer una reflexión más o menos sanitaria, o más o menos política, sino que se acerca, de forma inteligente, a la vertiente humana, la de los médicos exhaustos por las horas de trabajo y la de los enfermos confundidos por la situación. La película comienza con un médico que trata de dar el último adiós a su padre fallecido, pero al que no le permiten acercarse. Es un comienzo impactante, que muestra la impotencia de perder a un familiar sin poder despedirse. Y es uno de los principales aciertos del documental que, en medio de todo el caos, consigue un buen equilibrio planteando una estructura que se centra en dos o tres historias principales.
El silencio y el vacío de las calles de Wuhan durante el confinamiento contrastan con el desconcierto y la inmediatez de los pasillos del hospital. Las mascarillas, en este caso, no solo sirven para proteger de la enfermedad, sino también de las posibles represalias. Y en medio de esta confusión, surgen tramas personales, como la del anciano pescador contagiado pero asintomático que constantemente trata de encontrar una forma de salir del hospital porque no se siente enfermo. O la de la joven pareja que acaban de tener un bebé pero que están separados para mantener una cuarentena necesaria. Son relatos que emocionan, aunque no caen en el melodrama. De hecho, es un documental que guarda cierta distancia (las llamadas, lejanas, frías, a los familiares de los pacientes fallecidos, esos que entraron por la puerta del hospital para acabar desapareciendo). Es una película espléndida, necesaria, que nos sitúa en el centro de la tragedia que comenzamos a vivir hace unos meses.
Se da la circunstancia de que Ai Wei Wei es el diseñador de la estatuilla del Stockholm Impact Award, uno de los premios que entrega el festival. Instaurado en 2015, su objetivo es reconocer el trabajo de directores que proponen una reflexión en torno a temas sociales. Probablemente la película favorita para conseguir este galardón es I am Greta (Nathan Grossman, 2020), que es un retrato personal de la joven activista sueca Greta Thunberg. En Estados Unidos está distribuida por la plataforma Hulu, que acaba de estrenarla este pasado fin de semana, y suena como otro de los documentales con posibilidades para entrar en la carrera de los Oscar. Presentado por primera vez en la Mostra de Venecia, se trata de una recopilación de las grabaciones que realizó el joven director Nathan Grossman, que tuvo la fortuna de comenzar a grabar las acciones de Greta Thunberg frente al Parlamento sueco antes de que se hiciera mundialmente famosa, y nos traslada todo este proceso de reconocimiento y de influencia en todo el mundo, hasta su famoso discurso en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York.
La película se centra en la adolescente Greta Thunberg, para bien y para mal. De hecho, ella misma se manifiesta en contra de personalizar la lucha por el cambio climático, que propugna como una labor colectiva. Sobre todo está enfocada en la relación de la adolescente con su padre, que la acompaña en todos sus viajes y la apoya en sus acciones (la figura de la madre está generalmente ausente, quizás por deseo expreso de ella). En este proceso de crecimiento en su popularidad y su relevancia, hay algunos detalles que se detienen solo anecdóticamente en el síndrome de Asperger, que revela alguna frase notable: "Ojalá todo el mundo tuviera síndrome de Asperger, al menos en relación con el cambio climático". Posiblemente, no estamos ante un documental que profundice demasiado en el personaje, ni siquiera en los aspectos más relevantes de su discurso, pero al menos se esfuerza por dejar patente la hipocresía de los políticos que invitan a la joven a sus reuniones sobre el cambio climático para escuchar su reprimenda durante unos minutos, y seguir con su agenda de inacción ante la catástrofe ambiental que estamos viviendo.
Competición
El director eslovaco Ivan Ostrochovský propone una reflexión sobre el posicionamiento de las ideas religiosas, que en su película se muestra a través de dos posturas encontradas. No se trata tanto de plantear una narrativa clara, como de ir construyendo un espacio que tiene como eje fundamental el dilema moral. En este sentido, es cierto que los personajes parecen estar más al servicio de la puesta en escena, demasiado hieráticos para provocar empatía, pero se trata de un planteamiento que es más intelectual que emocional. Eso sí, con imágenes de una belleza gélida admirable, y con un sentido de la técnica narrativa que resulta notable dentro de su economía de elementos (magnífico ese lento travelling que nos muestra la huelga de hambre que comienzan los estudiantes).
Desde Brasil se incluye la película Casa de antiguidades (Memory house) (João Paulo Miranda Maria, 2020), que llega con el sello de la selección oficial del Festival de Cannes, y más tarde pasó por Toronto y Zinemaldia en San Sebastián. Es el debut en el largometraje del joven director brasileño que tiene una mirada política, conectada también con las tradiciones religiosas y mitológicas. De alguna manera, el director trata de aglutinar en un espacio concreto (una ex-colonia alemana en el Sur de Brasil) buena parte de la idiosincrasia del país, amenazada también por el regreso de ese populismo que esconde, sin embargo, trazos de racismo y prejuicios. El protagonista, un hombre de avanzada edad al que obligan a seguir trabajando por un sueldo menor debido a una supuesta crisis económica, es un personaje que se siente aislado y que paulatinamente va encontrado mejor acomodo en las fantasías que en la propia realidad.
La película tiene una lograda atmósfera que va caminando poco a poco hacia el terreno de la magia, con la representación de Oxalá, el Dios de la creación del mundo, padre de todos los Orishas de la mitología brasileña. Sin una narración tradicional, la historia básicamente acompaña a este anciano en un viaje que es más interior que exterior, aunque también tiene consecuencias fatales en la realidad. Esta vertiente metafórica es interesante, pero no termina de encajar con la narración. Lo más interesante es la forma en que esta casa de antigüedades va construyendo la transformación del protagonista desde el pasado, reflejado en los objetos que se encuentran en ese espacio desvencijado, como una especie de llamada a ese Brasil abandonado, que ya no está en el presente, un presente podrido y hostil.
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