Esta semana repasamos las últimas películas visionadas en el Festival de Rotterdam, en tres crónicas con las que finalizamos nuestra cobertura de un certamen que tiene previsto en los próximos meses celebrar una edición presencial para el público que no ha podido acceder a los títulos seleccionados. Nuestro objetivo está puesto hoy principalmente en algunas de las producciones asiáticas que han formado parte de esta programación, y que ofrecen una visión muy particular de sociedades con visiones particulares del mundo y de la vida.
BRIGHT FUTURE
Aunque la llegada de la pandemia fue aprovechada por el gobierno chino para estrangular más (prácticamente erradicar) las protestas en Hong-Kong en contra de la imposición de un sistema político y social que no concuerda con la personalidad de una isla eternamente colonizada, afortunadamente siguen llegando a los festivales de cine retratos de esa realidad oprimida que hemos ido conociendo principalmente a través de películas y cortometrajes dirigidos por los mismos estudiantes que han participado en las protestas, convertidos con el paso de los años en cineastas con ambiciones mayores. Es el caso de Chan Tze-woon (1987, Hong-Kong), que comenzó a filmar hace casi diez años, estrenando cortometrajes sobre las protestas como The aqueous truth (Chan Tze-woon, 2013) y consiguiendo su mayor relevancia con el documental Yellowing (Chan Tze-woon, 2016), que retrataba el Movimiento de los Paraguas surgido en 2014 entre los estudiantes, muchos de ellos sometidos en años posteriores a acoso y detenciones por parte del gobierno chino. Blue island (Chan Tze-woon, 2022) es su última película, que ofrece de nuevo una retrospectiva de la evolución de estos movimientos hasta las manifestaciones más recientes, las de 2019-2020 en contra de una propuesta de Ley de extradición a China de delincuentes y fugitivos que pretendía imponer el Consejo de gobierno de Hong-Kong, y que abría la posibilidad de someter a la excolonia británica al sistema legal chino. Las protestas consiguieron que la enmienda de ley fuera retirada, pero también consolidaron la desobediencia civil como un método de presión política.
La película fue apoyada el año pasado con el Lightdox Award en el festival Visions du Réel, un premio de la Industria a documentales en desarrollo, y está presente estos días en el European Film Market del Festival de Berlín. Chan Tze-woon aborda este nuevo movimiento de protestas planteando una reflexión sobre la historia de Hong-Kong y su relación con China, y muestra una mayor madurez en cuanto a la representación cinematográfica, mezclando las imágenes documentales con recreaciones históricas. La intención es establecer el pasado de los movimientos civiles como un referente político que ha ido conformando la personalidad de sus habitantes: desde los disturbios de 1967 en Hong-Kong iniciados por disputas laborales en mitad de la Revolución Cultural en la China continental, hasta la brutal represión de las protestas que lideraron estudiantes chinos en la Plaza de Tiananmen en 1989. Para muchos hongkoneses, Tiananmen fue el punto de inflexión sobre la desconfianza en que las autoridades chinas cumplieran su compromiso de respetar la independencia de la excolonia, y se suelen celebrar vigilias en conmemoración de los asesinados cada 4 de junio.
Esta apertura de la representación de Hong-Kong a través de la mirada al pasado, que se establece en una estructura de cuatro partes, consigue una mirada más compleja sobre la realidad de estos movimientos civiles y estudiantiles, aunque quizá no termina de profundizar demasiado. El director sitúa a participantes reales de algunas de estos acontecimientos históricos en mitad de las recreaciones de ficción, y conforma un híbrido interesante entre lo ficcional y lo documental, planteando preguntas a los jóvenes sobre cuál es su idea de Hong-Kong, que siempre tiene relación con al anhelo de una independencia y una democracia reales. En los minutos finales, una serie de "retratos" de líderes y participantes en estas protestas muestran a jóvenes con condenas de prisión o a la espera de juicio, como representantes de una represión que continúa.
La película coreana Kim Min-Young of the report card (Jae-eun Lee, Jisum Lim, 2021) propone una historia de crecimiento, que también conlleva distanciamiento en las amistades. Jeong-hee (Kim Ju-a), Min-young (Lim Jong-min) y San-na (Yoon Seo-young) han formado un Club de poesía mientras cultivan su amistad en el instituto, pero la próxima llegada de los exámenes de acceso a la Universidad requiere un esfuerzo de atención mayor y deciden disolverlo, lo que será el primer paso de un distanciamiento cada vez mayor. Construida como una comedia juvenil minimalista, la película establece una visión de la juventud enfrentada a la decisión más importante de su vida, cuando el siguiente paso es la continuación de los estudios en la Universidad, como establece la sociedad, o un camino más personal y menos acomodaticio. La diferencia de perspectivas futuras de cada una de las amigas provoca precisamente este distanciamiento que no solo es emocional, sino también físico. Mientras San-na consigue una plaza en Harvard, reflejo de la idealización de la trayectoria formativa de las jóvenes estudiantes, Min-young decide pedir la transferencia de su Universidad regional a Seúl porque considera que sus compañeros de clase son "demasiado coreanos". Y Jeong-hee, sin embargo, no tiene intención de seguir la continuidad que se le supone, y trabaja en un club de tenis mientras reflexiona sobre qué futuro le espera. Aunque las tres amigas intentan mantener el contacto a través de las redes sociales e incluso retomar el club de poesía, las diferencias horarias y las responsabilidades hacen cada vez más difícil esta tarea.
Las directoras consiguen una comedia que se sostiene en el uso de planos estáticos que componen cierta ironía minimalista e incluso el desorden en la narración contribuye a mostrar la incertidumbre de Jeong-hee, en la que se centra más claramente la película, la única que no toma el camino dispuesto por la sociedad coreana y su sistema educativo, puestos en tela de juicio en el establecimiento de una existencia cuadriculada. Y será cuando Jeong-hee visite a su amiga en Seúl después de haber perdido el trabajo cuando el distanciamiento entre ambas demostrará que no se trata solo de una cuestión de separación física, sino de una profunda diferencia de mentalidad. Aunque Min-young se traslada a Seúl porque considera que tiene una perspectiva vital más abierta, en realidad el apartamento en el que vive es desordenado y aburrido, como su propia vida, y se embarca en una lucha por mejorar unas calificaciones con las que no está de acuerdo. Pero incluso aunque al principio parezca que existe una conexión entre las dos amigas, con las primeras salidas y algunos juegos recreativos, poco a poco se irán haciendo cada vez más monótonos. En este sentido, las dos directoras coreanas consiguen un retrato generacional muy certero, marcado por un tono de comedia que funciona bien en su toque de ironía, y que es especialmente notable en el trabajo interpretativo de Kim Ju-a y de Lim Jong-min, especialmente dotadas para dar a sus personajes un cierto aire ridículo, pero al mismo tiempo hacerlos entrañables.
HARBOUR
La juventud japonesa es retratada en Let me hear it barefoot (Riho Kudo, 2021) a través de dos chicos que establecen una conexión especial. Naomi (Shion Sasaki) es tímido y tiene ciertas dificultades para relacionarse socialmente, incluso dentro de su propia familia, estableciendo un cierto distanciamiento con su padre (Masahiro Komoto). El encuentro con Maki (Shuri Suwa), que trabaja en una piscina a la que él acude asiduamente, consigue de él una actitud más relajada y confiada. Maki vive con su abuela Midori (Jun Fabuki), una mujer ciega que, cuando debe ser trasladada a un hospital, decide dejarle a su nieto el dinero de sus ahorros para que él recorra el mundo y le haga llegar a través de cintas de audio los sonidos de sus viajes. No hay mucha explicación sobre la razón por la que Midori hace este encargo, y tampoco por qué Maki decide no hacer el viaje, pero éste es el punto de partida que marcará la relación entre los dos jóvenes protagonistas. Porque Maki pide ayuda a Naomi, un aficionado a los aparatos electrónicos antiguos, para que recree junto a él los sonidos de lugares de todo el mundo para hacer creer a su abuela que realmente está viajando. Así, recrean la gruta azul de Capri en la piscina, los campos de trigo de Canadá pisando cintas de video VHS, las arenas del desierto de Marruecos utilizando una pequeña caja... y construyen historias ficticias para la abuela de Maki. Estas sesiones de foley en las que se embarcan los dos protagonistas, y que para Naomi también son una forma huir de ese mundo real en el que no consigue adaptarse, establecen una mirada muy poética que alimenta el interés de la película.
La joven directora Riho Kudo (1995, Japón) aborda su segundo filme como una reflexión sobre la sociedad japonesa y la dificultad de establecer conexiones emocionales claras entre las personas. Especialmente cuando se intuye una atracción entre Naomi y Maki, más perseverante en este último, que se representa en miradas, gestos y acercamientos que nunca llegan a su objetivo. Esta representación del deseo solo se hace más física a través de juegos de peleas entre ambos (que se repiten más de lo necesario a lo largo de la película), en los que hay un contacto físico que de alguna manera diluye el deseo homosexual. Pero no parece que la directora tenga la intención de mostrar a los dos jóvenes como personajes de tendencia gay, sino que está más interesada en reflejar la represión de los sentimientos en la sociedad japonesa. Curiosamente, es precisamente este distanciamiento el que evita que la película establezca de una forma clara sus objetivos, tan tímida como Naomi en el desarrollo de la historia, que acaba siendo un bucle de repeticiones en las que no hay una evolución clara de los personajes, y que desemboca en un final demasiado melodramático y poco verosímil.
La sociedad japonesa y su dificultad para expresarse emocionalmente también está retratada en la extraña pero atractiva propuesta francesa Petit ami parfait (Kaori Kinoshita, Alain Della Negra, 2022) que aborda las relaciones digitales frente a las relaciones reales, pero sobre todo la idealización de lo femenino desde un punto de vista masculino. Al principio de la película, que mezcla documental y ficción, un hombre anciano habla a la cámara sobre cómo ha tratado a las mujeres a lo largo de su vida. Para él la mujer es como un diamante, debe tratarse de forma delicada, pero también está obligada a ocupar un lugar determinado en la sociedad: "una mujer diamante debe obedecer al hombre", y confiesa que decidió divorciarse de su primera esposa porque ésta no cumplía con esta representación, claramente machista. Hay por tanto una visión idealizada desde la masculinidad de lo femenino como algo hermoso pero también sumiso. Esta introducción nos hace entender el resto de la película, y en cierto modo también nos presenta una sociedad que no ha cambiado demasiado, aunque ahora no se exprese de una forma evidente como antes. Cuando uno de los protagonistas acude a un club masculino en el que sobre el escenario canta y baila un grupo de chicas a las que se puede solicitar un beso o una caricia previo pago en una máquina expendedora, se está presentando también una sexualización (con tendencia pedófila dado el vestuario de las jóvenes) de las mujeres, una mercantilización del deseo masculino.
La película se centra sin embargo en cuatro jóvenes que comienzan a jugar en sus Gameboys con un juego llamado Loveplus en el que la protagonista Rinko se convierte en su novia virtual, una especie de tamagotchi con forma de jovencita que requiere la atención constante del usuario, que debe convertirse en el "novio ideal" (Petit ami parfait). Incluso se establecen escenas surrealistas, como cuando uno de estos jóvenes pide una habitación doble en un hotel para él y su novia Rinko. Pero el mayor conflicto se produce entre dos novios adolescentes, porque la novia real siente que su chico está más pendiente de su novia virtual que de ella. El joven experimenta una doble vida, tratando de compaginar la atención a su amor digital y la relación real, pero a lo largo de la película parecen claras sus prioridades. En este sentido, la pareja de colaboradores formada por Kaori Kinoshita (Japón, 1970) y Alain Della Negra (1975, Francia) explora los límites entre lo virtual y lo verídico, pero reflexionando también sobre la diferencia entre lo soñado y lo desvelado, entre lo irreal y lo real. Esta dicotomía se establece de forma más explícita cuando la novia real se introduce en una especie de pasaje del terror tematizado con representaciones sexuales (una ensoñación de los deseos), o cuando la propia novia digital hace una reflexión lúcida: "¿Nuestros sentimientos no son creados artificialmente por nuestro cerebro? ¿Y si nuestro cerebro estuviera soñando entonces? ¿Estamos despiertos o estamos dormidos?".
El concepto de tiempo y las consecuencias del pasado en el presente es abordado en la producción tailandesa Anatomy of time (Jakrawal Nilthamrong, 2021), que participó en la sección Orizzonti de la Mostra de Venecia. A través de dos líneas de tiempo diferentes la narración fragmentada parecen los recuerdos de Meam (Thaveeratana Leelanuja), que ha estado cuidando a su marido, un oficial del ejército al que nunca se nombra (Sorabodee Changsiri), hasta su muerte. Cuando ella encuentra una antigua bala en su muslo, en un cuerpo herido por la guerra y magullado por la enfermedad, la acción nos sitúa en los años sesenta, en el momento en que este soldado (Wanlop Rungkumjad) recibió el disparo en las incursiones del ejército en la selva. A partir de ahí, la narrativa se descompone en diferentes momentos de la vida de Meam joven (Prapamonton Eiamchan), quien ayuda a su padre en una tienda de reparación de relojes en un conflictivo pasado marcado por la dictadura militar, las incursiones de las guerrillas comunistas y los enfrentamientos políticos violentos. Esta idea del tiempo está presente a lo largo de toda la película, no solo por este desdoblamiento del pasado y el presente, sino también por una cierta filosofía budista sobre las consecuencias de los actos que se cometen a lo largo de una vida, que marcan el camino por el que ésta se irá desarrollando.
La propia representación de los militares y la corrupción se extrapone a generaciones posteriores, mostrada cuando una enfermera contratada para el cuidado del anciano moribundo, le susurra en el oído que espera que tenga una muerte larga y dolorosa. Antes de este momento, que parece de una crueldad extrema, hemos visto fragmentos de la vida del soldado como un general que sufre el desprecio de sus vecinos, insultado por la calle, chivo expiatorio de la violencia y la opresión que los militares han ejercido en Tailandia, leve reflejo del oficial despiadado que fue en su juventud. También hay una omnipresencia de la naturaleza como un elemento vital, representada en escenas que remarcan el realismo que el director quiere imprimir a la historia, siempre atento a la transformación natural que rodea a los personajes, un entorno en el que inevitablemente el paso del tiempo sigue haciendo cambiante. Una idea también de origen budista, que ha ido permaneciendo en un país en el que el pensamiento comunista no ha conseguido enraizarse. Jakrawal Nilthamrong (1977, Tailandia), que ha visitado en numerosas ocasiones el Festival de Rotterdam y ganó el Tiger Award con su debut, Vanishing point (Jakrawal Nilthamrong, 2015) se inspiró para el retrato de la anciana Meam, que mantiene una fidelidad absoluta al hombre al que eligió en su juventud, aunque haya poco rastro de amor en la última parte de sus vidas, en su propia madre, que estuvo cuidando durante años a su padre enfermo. La estructura fragmentada que elige Jakrawal Nilthamrong aporta un cierto aire reflexivo a la película, sin conseguir imbricar todas las líneas temporales de una forma que construya una narración fluida, pero las reflexiones sobre la opresión y las consecuencias de los actos en el intervalo de nuestras vidas ofrecen una perspectiva sutil que no es exactamente política.
Aunque estrenada a través de la plataforma Amazon prime Video en julio de 2021, Mālik (Mahesh Narayanan, 2021) se ha convertido en uno de los títulos más relevantes del cine Malayalam de la India, hasta el punto de ser incluido en la programación del Festival de Rotterdam, lo que nos da una oportunidad para comentarla. La película sufrió varios retrasos en su intento por estrenarse en salas pero los diferentes confinamientos por la pandemia provocaron que, como en otros casos, Mālik tuviera un estreno online a través de la plataforma que más espacio dedica al cine de Bollywood, aunque en España Amazon Prime Video no hace ningún esfuerzo por subtitular al español estas producciones. El director Mahesh Narayanan (1982, India) es uno de los representantes del cine en lengua malabar, especialmente tras el gran éxito de su debut, Take-off (2017), y aborda ahora su segunda película, una espectacular producción de dos horas y media que tiene como protagonista a Ahammadali Suleiman (Fahadh Faasil), el líder de una comunidad pesquera que se dedica al contrabando y que se enfrenta a políticos y policías corruptos en su defensa de los habitantes de esa aldea. Su historia se cuenta también con una narración no lineal en la que se mezclan diferentes momentos en la vida del protagonista, desde que comienza a darse a conocer con ingeniosas estrategias para evitar a la guardia costera hasta su arresto, ya anciano. En todas las etapas está interpretado por Fahadh Faasil, que realiza un trabajo notable tanto en la representación de la juventud como de la vejez del personaje. Hay, por supuesto, en este retrato de la mafia, ciertos paralelismos con la trayectoria de Michael Corleone, y de hecho alguna escena recuerda a El Padrino: Parte II (Francis Coppola, 1974), pero la película tiene un tono marcadamente indio.
La virtud del director, que se ha encargado también del guión y el montaje, consiste en construir una historia llena de épica que involucra diferentes géneros con precisión sin que se noten forzados: hay drama familiar, acción, violencia, escenas de masas, incluso alguna incursión en el cine de catástrofes naturales, pero están todos enfocados a la descripción de una corrupción que parece involucrar a todos los estamentos de poder, tanto la policía, como la política y la religión. Hay también una lectura interesante sobre la difícil convivencia entre la religión musulmana y la cristiana. Suleiman está casado con una cristiana, pero también es traicionado por su mejor amigo, David Christudas (Vinay Forrt), que considera que su influencia musulmana divide a la comunidad. El trabajo de dirección tiene momentos destacados en los que Mahesh Narayanan demuestra su control técnico, como en los dos largos planos secuencia que marcan destacados momentos de la película: el del inicio que nos introduce en el liderazgo del protagonista, y una secuencia de acción que parece inspirarse en Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006). Es, por tanto, una película que conjuga perfectamente temas complejos que representan bien a la sociedad india, con una tonalidad épica que también está reforzada por la banda sonora compuesta por Sushin Shyam, un trabajo sobresaliente que tiene esa omnipresencia habitual en el cine indio pero que encuentra siempre una perfecta integración con las épocas que retrata la película, mezclando una gran orquesta con instrumentos autóctonos en melodías como el espectacular tema coral Sulaiman's demise.
Vanishing point se puede ver en Filmin.
Mālik y Hijos de los hombres se pueden ver en Prime Video.
El Padrino. Parte II se puede ver en HBO Max.
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