Estamos en la última jornada del Festival de Rotterdam y la penúltima crónica de las que hemos realizado por su programación disponible para la prensa (hay algunas películas que se nos han vetado). El Festival de Rotterdam se ha convertido este año en una propuesta online que también ha tenido algunas pinceladas en las calles de la capital, y que se extenderá hacia una serie de eventos entre el 2 y el 6 de junio para celebrar el 50 aniversario del Festival. Esta extensión, que pretende ser presencial, acogerá las secciones no competitivas Bright Future y Harbour, y también pretende reunir a ganadores de los premios principales a lo largo de su historia, como celebración de su cincuentenario. Todo ello dentro de las posibilidades que el desarrollo de la pandemia y las medidas que adopte el gobierno holandés, que es uno de los más contundentes en Europa, les permita.
Esta permanencia de los festivales como eventos que pueden ser presenciales, pero también tener una importante difusión online, comienza a tomar fuerza como una posible fórmula que pudiera mantenerse en el tiempo. A continuación, seguimos comentando algunas de las películas que han pasado estos últimos días por la programación del festival.
Tiger Competition
El actor francés Pascal Tagnati ha debutado como director con la película I comete - A corsican summer (2021), que nos traslada a un pequeño pueblo de Córcega durante el verano. Uno de esos pueblos costeros en los que se mezclan los habitantes locales y los turistas. Pero la película está dedicada principalmente a los primeros, creando un mosaico de voces a las que va acompañando en conversaciones, encuentros y a veces también algunas disputas, en fiestas locales o en escapadas a la playa. No hay un argumento principal, sino una acumulación de momentos en los que se describe a través de sus personajes y sus diálogos una personalidad latente de una zona que en los últimos años ha tenido cierta trascendencia en Francia por sus sentimientos nacionalistas, pero cuya lectura política está ausente de esta película.
También funciona como retrato de una forma de vida la producción india Pebbles (P.S. Vinothraj, 2021), que se desarrolla en una zona del desierto situada en la franja de Tamil Nadu. La historia acompaña a un padre borracho y maltratador que recoge a su hijo pequeño de la escuela para llevarlo a la aldea donde se encuentra su esposa para recuperarla después de una noche de maltratos. Esta descripción del personaje principal pone en evidencia una forma de ser machista que solo encuentra en la actitud de las mujeres una forma de apaciguarse, en una especie de círculo vicioso que se repite de vez en cuando.
Lo que mejor retrata la película, que es un cuento pequeño, es la influencia del paisaje árido, del sol constante, en la personalidad de los habitantes del desierto. Hay algunas descripciones radicales de la vida de supervivencia, como la caza de ratas o la larga espera hasta que se pueda terminar de sacar agua de un pozo que permita una especie de baño. En este caso, los personajes son explicados por el entorno, que los moldea en una forma tan árida como el propio paisaje. El director maneja bien la cámara en planos secuencia que acompañan a padre e hijo por el desierto, pero también en secuencias con más personajes como la que tiene lugar en la primera aldea. Pero a pesar de sus 76 minutos, la duración se hace larga para el alcance de su propuesta.
Agate mousse (Selim Mourad, 2021) es la tercera entrega de una trilogía del director libanés que tiene sus precedentes en dos cortometrajes: Linceul (2017) y Cortex (2018), en los que el realizador incorpora situaciones ocurridas en su país para transformarlas en lecturas con cierto aire poético sobre su propia persona y sus circunstancias. En su discurso influye el hecho de que esta tercera entrega haya sido rodada durante 2020, un año complejo para Líbano que comenzó con las protestas masivas que se iniciaron en octubre de 2019 debido a un impuesto a los mensajes instantáneos de móvil y que acabaron con la dimisión del primer ministro Saad Hariri. Durante 2020 la moneda local del país cayó hasta tal límite que tuvo que declararse en bancarrota. Y, para rematar, el 4 de agosto se produjo la terrible explosión en el puerto de Beirut provocada por el almacenamiento irresponsable de nitrato de amonio (un fuerte explosivo químico) durante seis años. Y, por supuesto, la pandemia del coronavirus.
De alguna forma, esta propuesta, que tiene más de poética que de narrativa, asume todos estos desastres para ser representados, no en su propia condición, pero sí de forma simbólica. Selim Mourad, protagonista de su propia historia, se presenta como un personaje en la consulta de un médico que le descubre un bulto en sus testículos. Pronto, el director muere para volver a la vida, se mira a sí mismo en sus antepasados y representa a su país en su propio cuerpo, habitualmente desnudo, pero también en sus relaciones esporádicas con otros hombres, o en aquellos que han decidido huir de la ciudad para reconectar con la naturaleza. Este poema audiovisual es un lúcido retrato de una sociedad que se encuentra perdida y asfixiada. Es la búsqueda de las preguntas para obtener las respuestas.
Big Screen Competition
También en un terreno poético se desarrolla Archipel (Félix Dufour-Laperrière, 2021), una de las propuestas más hipnóticas que hemos visto en esta sección del Festival de Rotterdam. Podríamos definirlo como una especie de documental animado, pero que tiene un discurso más abstracto que realmente narrativo. La película presenta un diálogo de dos voces en off, una masculina y otra femenina (ella se convertirá en única narradora en otros momentos), que hablan sobre el Saint Lawrence River y las islas que se van formando a su paso. Es un territorio soñado, pero que al mismo tiempo conforman el pasado y el presente de Quebec.
Como en su primer largometraje, Ville Neuve (Félix Dufour-Laperrière, 2018), la animación está dibujada y pintada a mano por un pequeño equipo de animadores en Montreal, durante un periodo de producción de aproximadamente dos años. Y este trabajo de escala pequeña ha producido sin embargo una imaginativa recreación visual y textual que explora la historia (a veces violenta) de la colonización y la industrialización. Se establece un diálogo entre imagen y texto en la que no está claro cuál de ellas estimula a la otra, en una hermosa simbiosis que nos atrapa desde el principio. Es una reflexión en torno al espacio geográfico, a la política y la historia (a veces utilizando imágenes de archivo), que quizás no obtenga respuestas pero sí plantea interesantes dicotomías.
Una de las películas adquiridas recientemente en el Mercado de Rotterdam ha sido Sexual drive (Kôta Yoshida, 2021), que ha comprado la compañía afincada en Amsterdam Fortissimo Films para su distribución internacional. Se trata de un tríptico que plantea una relación erótica entre la comida y la atracción sexual. Pero a pesar de su título y de su sinopsis, no es una película que busque la proyección explícita del sexo, sino que establece tres pequeñas historias de humor en las que las relaciones personales conectan con tres comidas características de Japón.
En la primera historia, "Nattõ", hay un encuentro entre un hombre casado y el amante de su mujer que desemboca en una especie de representación de un cunnilingus con una caja de nattõ, soja fermentada con un olor bastante desagradable pero que los japoneses toman como un frugal desayuno. Después veremos, en una simulación de anuncio publicitario, a la esposa comiendo nattõ de una forma ciertamente erótica. El segundo episodio, "Mapo tofu", tiene que ver con una cierta representación del sadomasoquismo, a través de la preparación de este plato originario de China pero que se ha hecho popular en Japón. Y el tercer fragmento "Ramen con grasa extra", muestra una sucesión de degustaciones de ramen con sorbos ruidosos que evocan en la protagonista de la historia una especie de manera lasciva de comer.
En las tres partes de esta película hay un elemento común, el personaje de Kuri, amante en la primera parte, que estará presente de manera secundaria en las dos siguientes. Su nombre tiene un doble sentido erótico, porque en japonés clítoris se dice "kuri-torisu". Este juego constante entre el impulso sexual y tres platos que además tienen una fuerte resonancia en los sentidos, por su olor, su sabor o el sonido que se hace al comerlo, es lo más interesante de una propuesta que, sin embargo, en el plano narrativo tiene deficiencias que no terminan de construir una película con una cohesión interna que conecte los tres fragmentos.
También hay un juego cinematográfico en la producción turca The Cemil Show (Bariş Sarhan, 2021), que se plantea en la superficie como una comedia ligera sobre un hombre que se obsesiona con el protagonista de varias películas Yeşilçam, producciones turcas de los años 70 con un cierto aire a las blaxploitation norteamericanas. Pero que en realidad construye un estudio psicológico sobre la locura conforme el tono de comedia se va haciendo cada vez más débil. El protagonista, Cemil, sueña con convertirse en un actor famoso como Turgay Göral, pero también en conseguir una personalidad tan hipnótica como la que tiene en sus películas. La realidad de la vida más o menos anodina de Cemil Show se mezcla con las escenas que ve en viejas cassettes, mientras la propuesta visual del director también mezcla sonidos e imágenes de ambos.
Si bien en la primera parte la propuesta no termina de funcionar, con personajes y situaciones histriónicas y un sentido del humor algo infantil, a partir del momento en el que protagonista asume que se encuentra más cómodo en la figura de villano que de héroe, que es el momento en el que su desequilibrio mental comienza a hacerse más patente, es cuando la película adquiere una dimensión nueva. Sí, puede parecer una especie de Joker (Todd Phillips, 2019) turco, pero el paralelismo entre estos dos personajes que encuentran en la encarnación de la maldad una representación de su propia psique es simplemente anecdótica. La mirada del director turco se detiene más en la delgada línea entre lo que se quiere aspirar a ser y lo que se puede llegar a ser, y en este sentido logra una propuesta atractiva. Esta película tiene como precedente un cortometraje, The Cemil Show (Bariş Sarhan, 2015), que el director realizó con el mismo actor como protagonista, durante el proceso de desarrollo de esta historia, y que sirvió de ensayo del retrato del personaje y la puesta en escena.
Limelight
Hace unos años no había festival de cine que se preciara (incluidos los grandes festivales) que no incluyera una película de vampiros en su programación. Aunque esa moda ha pasado, Rotterdam apuesta por recuperar el género a través de una producción que es holandesa, lo cual explica en parte su inclusión en esta sección. Dead & beautiful (David Verbeek, 2021) quiere ser una versión moderna, desacomplejada, del mundo vampírico a través de un grupo de pijos que, tras una extraña ceremonia liderada por una especie de chamán, se ven al día siguiente convertidos en vampiros. La forma en que cada uno asume su condición es, en buena parte, el centro de la película, porque no hay demasiada acción, sino más bien un juego de suspense y una atmósfera tenebrosa. La película utiliza las referencias cinematográficas como elemento de desconexión con el mito del vampiro (ellos asumen por el cine que la luz del sol resulta perjudicial, pero comprobarán que no es así), y también hay una interesante reflexión sobre la representación cinematográfica (uno de los jóvenes comienza a grabarse en video, en una especie de "diario vampírico" mientras otra de las componentes del grupo utiliza las redes sociales). También hay una curiosa reutilización de elementos que ahora son cotidianos como las mascarillas para terminar de componer esta representación vampírica moderna.
Pero la película se toma demasiado en serio a sí misma, y la falta de desarrollo de esta transformación (que, todo hay que decirlo, se termina explicando) hace que resulte aburrida, porque la construcción de los personajes no es lo suficiente robusta como para que su evolución pueda ser algo más que una versión mediocre de Underworld (Len Wiseman, 2003). Al final, lo que plantea el director es una reflexión en torno al poder, que está representada a través de una serie de flashbacks en los que se nos cuenta que una de las familias consiguió su riqueza a base de esquilmar las tierras de sus pobladores indígenas. En realidad, cuando los protagonistas asumen que son depredadores no es porque acepten una realidad que no pueden cambiar, sino porque sus antepasados ya eran depredadores... económicos. En todo caso, la película no consigue redondear esa supuesta relectura del género que parece pretender, pero será un título del que se hablará este año, teniendo en cuenta que ya la plataforma norteamericana Shudder ha comprado los derechos de distribución internacional.
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