08 febrero, 2021

Rotterdam 2021 - Parte 5: Ser diferentes

Ha llegado a su final la última edición del Festival de Rotterdam, que en su cincuenta aniversario se ha enfrentado a dos retos importantes: una nueva directora artística y una necesidad de adaptarse a las circunstancias que ha provocado la pandemia del coronavirus. Vanja Kaludkerjic, que era hasta el momento Jefa de Adquisiciones de la plataforma MUBI, pero ha trabajado anteriormente en festivales como Sarajevo, CPH:DOX o Cinema du Reel, se convirtió en marzo de 2020 en la nueva responsable del festival. Por otro lado, la necesidad de adaptarse a unas muy férreas medidas de contención del coronavirus por parte de Holanda, ha hecho que se haya decidido, como comentamos en nuestra anterior crónica, dividir el festival en dos etapas, la que acabamos de ver, y una más presencial en el mes de junio, que servirá de celebración del 50 aniversario y la programación de secciones no competitivas. 

El Jurado también ha señalado los ganadores en las dos principales secciones competitivas. El Premio Tiger ha sido para la película india Pebbles (Vinothraj P.S., 2021), primera película tamil en ganar un prestigioso premio internacional, mientras que la producción francesa I Comete (Pascal Tagnati, 2021) y la kosovar Looking for Venera (Norika Sefa, 2021), han conseguido los Premios Especiales del Jurado. El Premio VPRO a la Mejor Película de la Sección Big Screen Competition ha sido para la argentina El perro que no calla (Ana Kantz, 2021) y la producción bosnia Quo Vadis, Aida? (Jasmila Žbanić, 2020) ha conseguido el Premio del Público. Esta película también ha logrado este fin de semana el Premio Dragón a la Mejor Película Internacional en el Festival de Gotemburgo, cuya última crónica ofreceremos mañana.  

Tiger Competition

Presentada asimismo en el Festival de Gotemburgo, Liborio (Nino Martínez Sosa, 2021) es la primera película como director del dominicano Nino Martínez, cuya carrera en el cine comenzó cuando se trasladó a Madrid, donde se inició como montador, siendo colaborador habitual del director Jaime Rosales en películas como La soledad (2007) o Tiro en la cabeza (2008), y también en otras producciones como Yo, también (Antonio Naharro, Álvaro Pastor, 2009) o El silencio del viento (Álvaro Aponte Centeno, 2017). La película está basada en la figura de un campesino al que se dio por desaparecido durante una tormenta y que regresó a la aldea en la que vivía como una especie de profeta. Muchos de los campesinos creyeron que había vuelto de la muerte, y en una época como 1916, con el contexto de la intervención de Estados Unidos en República Dominicana, provocó que esta personalidad mesiánica fuera el germen del liborismo, una creencia popular que persiste hoy en día, pero que en su época se transformó básicamente en un movimiento de resistencia campesina contra los invasores norteamericanos. 


Lo que más le interesa al director es el retrato de esta figura de jornalero-curandero en la que se erigió Liborio Mateo. Desde el principio, en la representación de su desaparición literal, se nos cuenta la historia tal como quedó en la memoria de sus seguidores. Hay por tanto en la película un velo de espiritualidad que se fusiona de forma inteligente con la descripción de una realidad en la que los pueblos campesinos comenzaban a sentirse oprimidos por la intervención militar. Y este carácter de Mesías que es capaz incluso de devolver la vida a los muertos, se muestra a través de una fotografía de claroscuros con una gran profundidad no solo visual sino también mística. Pero lo más interesante de la propuesta es cómo el director decide aproximarse a través de la mirada de una serie de personajes que acompañaron a Liborio. Hay momentos en los que se nos cuenta la historia desde el punto de vista de su hijo, que le vio desaparecer, otros en los que el punto de vista se acerca a su amante, a uno de sus seguidores o a un niño al que adopta tras la muerte de su madre durante el embarazo. El protagonista de esta historia se convierte en una especie de personaje secundario, pero que sobrevuela la textura, la narrativa y el sentido espiritual de la película. Curiosamente, aun siendo él mismo montador, Nino Martínez Sosa ha contado con el prestigioso Ángel Hernández Zoido como co-editor. Liborio es una película muy hermosa en su superficie y muy profunda en su contenido. 

Otro de los títulos interesantes de esta sección es Black Medusa (Ismaël, Youssef Chebbi, 2021), una producción tunecina que se ha puesto en marcha en muy poco tiempo, dos semanas de escritura de guión, dos meses de preproducción y solo 12 días de rodaje con un equipo mínimo. Una urgencia en terminar esta película que también se traslada de alguna manera a las imágenes, a los encuadres y a la agilidad del montaje. La historia tiene un claro paralelismo con la reciente Promising young woman (Emerald Fennell, 2020), porque sitúa a una mujer que se deja seducir cada noche por hombres, pero que en realidad tiene en mente una venganza contra ellos. En este caso, la protagonista es sordomuda, lo que le proporciona también una proyección de debilidad, y al mismo tiempo representa la visión que muchos hombres tienen de las mujeres. 


Aparte de la capacidad para componer una película con interesantes recursos visuales en tan poco tiempo, uno de los mayores atractivos de Black Medusa son sus referentes cinematográficos. La propuesta se alimenta principalmente del cine de femme fatales del Hollywood de los años ochenta, y encontramos una cierta reminiscencia de títulos como Vestida para matar (Brian DePalma, 1980) o Ms. 45 (Abel Ferrara, 1981), pero con una mayor aproximación desde el punto de vista visual al segundo que al primero. La estructura se divide en diferentes noches, que marcan la transformación de la protagonista, una especie de heroína que mantiene una doble personalidad. Durante el día es una mujer con cierto aire tímido, mientras que por la noche se convierte en una cruel asesina que poco a poco irá perdiendo el control (está rodada con un gran sentido del suspense la noche en la que su aliento de venganza se descontrola). Y también es durante el día cuando de alguna forma encuentra cierto aliento en esa asfixia que la invade, desde el momento en el que conoce a una compañera de trabajo, que sirve a los directores para introducir un elemento interesante en torno a la homosexualidad en una ciudad como Túnez. Black Medusa tiene por tanto diversas lecturas esobre la mujer en la sociedad tunecina que están muy bien captadas por dos directores masculinos. 

Estos retratos de mujeres también están presentes en las siguientes películas que comentamos. Looking for Venera (Norika Sefa, 2021) habla también de esta posición femenina en un universo prácticamente manejado por hombres. En este caso, la directora kosovar muestra en su debut una historia que tiene que ver con su propia experiencia como adolescente en una familia que vive hacinada en una pequeña ciudad de Kosovo, donde la necesidad de compattir espacio todos juntos impide disponer de ese lugar de privacidad que anhela la protagonista. Esta joven, que encuentra cierto aire de libertad cuando se relaciona con una amiga más deshinibida, sufre cada día una cierta actitud de menosprecio por parte de los hombres. Es una familia y un entorno en el que por tener sexo masculino está casi todo permitido (a los niños, por ejemplo, cometer actos de crueldad con los animales), mientras que por ser mujer se presupone una cierta decencia y obediencia frente al resto. 


La película no plantea grandes dramas ni ocurren hechos especialmente impactantes, lo cual es también una de sus principales virtudes. Porque es más profunda la huella de esa humillación latente, que se ha hecho natural, que se asume como algo que es así porque la sociedad es de esa forma. Pero la protagonista tiene un anhelo de proyección personal que va más allá de ese entorno asfixiante. Es interesante la decisión de la directora de utilizar un encuadre "imperfecto", en el que las figuras se cortan, a veces la acción tiene lugar de fuera de campo y solo vemos la reacción de algún personaje. Y la joven adolescente protagonista está muchas veces encuadrada hacia un lado de la pantalla, como queriendo "salir" también de la imagen física, en una inteligente metáfora visual de su necesidad de huida. 

Casi podríamos visionar en un programa doble esta película con Bebia, à mon seul désir (Juja Dobrachkous, 2021), una producción georgiana que también está protagonizada por una adolescente que, ella sí, ha conseguido salir de su asfixiante entorno familiar, y comenzar una vida como modelo en la capital Tiflis. Pero en este caso no se habla de un sentimiento asfixiante provocado por una atmósfera patriarcal, sino matriarcal. Aquí las que avivan esa vida sofocante son la madre y la abuela. Y precisamente el fallecimiento de esta última provoca la necesidad de que la joven regrese a su hogar para cumplir con un rito ancestral que está conectado con el mito griego de Ariadna, quien, enamorada de Teseo, desenrolló un ovillo de hilo para que pudiera escapar del laberinto del Minotauro. En este caso, la tradición indica que la más joven de la familia debe desenrollar un ovillo desde el lugar donde un familiar ha muerto hasta su hogar, para que el alma pueda encontrar el camino de regreso. 


Rodada con una fotografía en blanco y negro llena de matices, en este caso el trayecto no servirá tanto para liberar a un amante, sino para encontrar ella misma el camino hacia la aceptación de su propia fragilidad en un entorno de mujeres fuertes pero también intransigentes. Ella misma también lo es, pero en su huida del hogar encuentra una forma diferente de mostrar su fortaleza. La directora introduce una narración zigzagueante, con la introducción de flashbacks que nos muestran la niñez de la protagonista y nos explican en determinados momentos las razones de su necesidad de salir de su entorno. Si bien es cierto que a veces estas secuencias en flashback funcionan como elementos de interrupción de la historia principal, consiguen dibujar con mayor complejidad la personalidad de la protagonista.  

Menos interesante es Mayday (Karen Cinorre, 2021), una película que comienza como si se tratara de una versión de "Alicia en el país de las maravillas" (Lewis Carroll, 1865), pero en esta ocasión la protagonista en vez de caer por la madriguera de un conejo se introduce en el interior de un horno que la lleva a una especie de realidad paralela habitada por mujeres soldado que están en continua guerra contra los hombres. Si la propuesta es así de "sutil", solo hay que imaginarse lo que viene a continuación. La directora y guionista construye una especie de relato  misándrico bastante simplista e infantil, con escenas ridículas como un número de baile que provoca vergüenza ajena. Algo tendrá sin embargo cuando ha sido seleccionada en los festivales de Sundance y Rotterdam, pero nosotros no lo hemos encontrado.

Big Screen Competition

Sin duda, una de las mejores películas de esta edición del Festival de Rotterdam ha sido El perro que no calla (Ana Kantz, 2021), sexta película de la directora argentina que nos presenta una historia, también rodada en blanco y negro, construida en torno a diversas etapas en la vida de un joven. Protagonizada por el hermano de la directora, Daniel Kantz, que ofrece una interpretación sutil de este personaje que intenta encajar de la mejor forma en la sociedad, el comienzo de la película (el fragmento dedicado a la perra del título) está dotado de un humor absurdo pero muy punzante sobre cómo nuestro entorno a veces impone reglas que son contradictorias. Y de alguna forma la historia gira en torno a la dificultad de aceptación dentro de esa sociedad compartimentada de un tipo de hombre que tiene la sensibilidad suficiente como para no querer abandonar a un animal que sin embargo le enfrenta continuamente a la "normalidad del civismo". 


Pero El perro que no calla encuentra un equilibrio en ese tono de comedia que al mismo tiempo es agridulce mostrando diversos pasajes a lo largo de la vida de este joven, que le llevan a tener diferentes trabajos y a tratar de encontrar un espacio de comodidad. Curiosamente, la película se convierte sin pretenderlo en una metáfora de la situación actual que vivimos en una sociedad adaptada a una situación de anormalidad. Y, de hecho, la primera impresión cuando se ven algunos fragmentos que están realizados con animación, es que al rodaje le afectó la llegada del coronavirus y tuvieron que completarlo de esta forma. Pero la película se rodó en 2019, por lo que se trata de una simple decisión creativa. 

En lo que sí establece una conexión directa con nuestra realidad actual es cuando ocurre un hecho sorprendente que también obliga a cambiar la forma de vivir. Casi como una premonición afortunada, podríamos decir que lo que ha cambiado es nuestra percepción de este hecho fortuito, que seguramente si hubiéramos visto antes de la pandemia lo habríamos sentido como más extraño e incongruente que como lo percibimos ahora. El perro que no calla trasciende, por tanto, su propia condición cinematográfica para hacernos reflexionar sobre de qué forma han cambiado nuestras vidas. Podríamos decir que es incluso más certera que muchas otras películas y documentales que se han realizado en los últimos teniendo el coronavirus como tema central. Es, casi, una película terapéutica. 

Desde Hong-Kong se presentó Drifting (Jun Li, 2021), que adapta la historia real de un grupo de personas sin hogar que fueron violentamente expulsadas de las calles de la capital, y decidieron demandar al Ayuntamiento. Habitantes de una zona bajo los pasos elevados de Sham Shui Po, la película se acerca a las circunstancias políticas en torno a esta demanda, pero sobre todo ofrece un retrato de la vida en la calle de estas personas que por diferentes circunstancias se ven obligadas a convertir el asfalto en su hogar. El rodaje tuvo lugar en el mes de noviembre de 2019, justo en el momento de mayor apogeo de las protestas sociales en Hong-Kong y, aunque éstas no se muestran explícitamente, esa necesidad de rebelarse contra una sociedad impuesta sobrevuela durante toda la película. El problema es que la cinta se hace demasiado discursiva, hay mucho diálogo que trata de explicar (casi como si los espectadores necesitáramos ser guiados), lo que disminuye la eficacia de su propuesta. 

El reconocido director del documental Buscando la perfección (Julien Faraut, 2018), en torno a la figura del tenista John  McEnroe, ha presentado en Rotterdam su nueva película, Les sorcieres de l'Orient (Julien Faraut, 2021), que esta vez se acerca al equipo femenino de voleibol japonés que consiguió la Medalla de Oro en los Juegos Olímpicos de 1964. Aunque en teoría es un tema que no es tan atractivo como el de su anterior película, lo cierto es que se trata de una historia curiosa protagonizada por un grupo de mujeres que alternaban su trabajo en una fábrica con los entrenamientos deportivos, encabezados con mano férrea por su entrenador Hirofumi Daimatsu. Hasta llegar a su máximo logro, el equipo consiguió 258 victorias a nivel internacional, y resulta sorprendente ver a cinco de estas jugadoras, ya ancianas, mantener todavía el contacto y una cierta actividad deportiva. 


El director aprovecha bien el diverso material de archivo con el que cuenta, desde imágenes de los entrenamientos hasta los partidos más importantes, entre ellos la tensa final de los Juegos Olímpicos contra el equipo ruso. La victoria de este equipo femenino en un año en el que la sede era Japón se convirtió en un ejemplo de orgullo nacional. Pero también introduce algunos elementos de animación en el relato, aprovechando que se realizaron incluso series de televisión manga con el equipo. Esto aporta una agilidad visual al documental que es muy atractiva, y que hace discurrir la historia con interés. Sin embargo, no profundiza demasiado en aspectos que no son los puramente deportivos, y quizás en esto frena su dimensión como relato. 

The year before war (Dāvis Sīmanis, 2021) es la última película de este historiador letón que propone una especie de viaje kafkiano en el año 1913, el año antes de que estalle la I Guerra Mundial, protagonizado por un botones al que constantemente confunden con un tal Peter (que en cierta manera se revela como una especie de doppelgänger, un doble fantasmagórico) que provocará una huida a través de una Europa caótica durante un año, empezando en Riga y pasando por París, Praga o Viena, hasta acabar un año después en el lugar en el que comenzó. Y en este recorrido, que es una especie de proceso de madurez de un adulto, encontrará personajes relevantes como Lenin o Freud, que están descritos de una manera caricaturesca.


Hay, de hecho, una representación algo carnavalesca de esta Europa en crisis que conducirá irremediablemente a la guerra, como si esta circunstancia fuera algo inevitable, motivada por los egos y los nacionalismos. El viaje se va haciendo cada vez más surrealista, mostrado a través de un espléndido trabajo de fotografía en blanco y negro, casi expresionista, por parte del director de fotografía Andrejs Rudzāts. Pero este trayecto es también psicológico, representado en imágenes metafóricas como esas dunas nevadas en Siberia. Y aunque el trayecto desde el punto de vista formal puede dejarnos exhaustos, la representación de este proceso de madurez en mitad de una sociedad que no parece serlo acaba resultando singularmente lúcida. 



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