Cuando hablamos de crisis económica sabemos que nos referimos a un hecho que generalmente tiene una connotación negativa para las finanzas de la colectividad o la individualidad. En psicología, sin embargo, la crisis se entiende como un proceso de cambio, cuyo origen etimológico está en la palabra griega krino, que significa cruce de caminos. La crisis es la chispa que provoca una alteración, un acontecimiento que supone la destrucción y la posterior reconstrucción. En este sentido, la crisis no necesariamente tiene que suponer un retroceso, sino que también puede estar relacionada con el crecimiento personal. La trilogía que define a las crisis es: desequilibrio, temporalidad y avance/retroceso. Conlleva siempre una modificación, nunca es neutral.
En realidad, se puede decir que la narrativa, ya sea literaria, teatral o cinematográfica está construida siempre en base a una crisis, lo que se denomina el conflicto. Debe ocurrir algo para que los personajes se desarrollen, para que cambien. Por tanto, en todas las películas está presente la crisis de forma intrínseca. Pero en las que comentamos en nuestra última crónica del Atlàntida Film Festival la crisis que afecta a los protagonistas o que se establece como fondo de la historia tiene una implicación mayor que el propio conflicto de la historia. Aunque el festival ha concluido, algunas de estas películas permanecen en la plataforma Filmin.
DOMESTIK
La crisis económica que azotó al mundo en 2007-2008 se hizo más virulenta si cabe en Grecia, el escenario de la película All the pretty little horses (El albor de la tragedia) (Michalis Konstantatos, 2020), que participó en la Sección Oficial de Cinema Jove 2021. El director afronta su segundo largometraje con una historia que tiene algunos puntos de conexión con Parásito (Bong Joon Ho, 2019), cuyos protagonistas son un matrimonio y su hija pequeña a los que vemos al principio de la película llevando una vida aparentemente normal en una gran mansión. Pero el director ofrece algunos detalles sobre elementos discordantes, contrastando la fotografía de Yiannis Fotou, que es al mismo tiempo preciosista y perturbadora. La posición de la cámara establece cierto grado de tensión en la familia, el juego visual con los espejos evidencia una clara distorsión de la realidad.
Estas primeras escenas dan paso a la comprobación de que el matrimonio protagonista no es el dueño de la mansión. Petros (Dimitris Lalos) y Alice (Yota Argyropoulou) añoran su antiguo estatus social, perdido debido a la crisis económica y a un acontecimiento que no se explica del todo pero que les ha obligado a abandonar Atenas para establecerse en una pequeña localidad de la periferia, habitando un apartamento de clase media, pero aprovechando la ausencia de la dueña de la mansión para recuperar su vida lujosa. Él trabaja en el mantenimiento de la casa mientras que ella se dedica al cuidado de un enfermo. Pero durante algunas semanas pueden construir su propia mentira, una fantasía que les permite aparentar una vida que ya no tienen, pero que se ve amenazada por elementos externos: algún vecino curioso, unos amigos de la ciudad a los que se encuentran y a los que terminan invitando a su "nueva casa"... Comenta el director que la crisis económica en Grecia cogió a muchas personas por sorpresa, que hubo una cierta incapacidad para afrontar una realidad diferente.
La cámara de Michalis Konstantatos se posiciona en planos extraños, a veces desenfocados, que nos hacen intuir que dentro del matrimonio hay algo que no funciona. La cena con los amigos se convierte por tanto en reveladora de algunos aspectos perturbadores. La tensión creciente recuerda a películas como Caché (Escondido) (Michael Haneke, 2005), aunque quizás se dejan demasiadas preguntas sin respuestas concretas, hay una pretensión de rodear a la historia de un cierto misterio que posiblemente funcionaría mejor si se revelara plenamente. Es una película que establece una especie de arritmia que conduce a un anticlímax, una cierta narración que funciona a contracorriente desde el punto de vista de los elementos estrictamente cinematográficos. Lo que en algunos momentos juega en contra de la película.
En Louloute (Hubert Viel, 2020), estrenada el pasado mes de agosto en Francia, la crisis económica también está presente en los recuerdos de la infancia de la protagonista, Louise (Erika Sainte) a la que, de niña, su padre llamaba Louloute (Alice Henri) cuando vivían en una granja. La película establece un punto de partida en el presente cuando ocurre un acontecimiento que impulsa la imaginación de la protagonista a recordar una niñez que fue al mismo tiempo feliz y marcada por la tensión de la crisis. La granja cada vez resulta menos rentable, el negocio de la leche está amenazado por la fabricación masiva de la industria láctea.
Hay una cierta mirada poética a esos momentos de la infancia, aunque a veces el personaje de Louloute pueda resultar difícil de carácter, rebelde y heróica al mismo tiempo. Louise se encuentra con Louloute, con una infancia complicada vivida en una década tumultuosa, los años ochenta, pero en el marco de la tranquilidad que proporciona la vida campesina. La directora utiliza una mirada evocativa, de tonos cálidos, para contrastar con la representación más fría de colores oscuros en el presente, la luz frente a la oscuridad, el día frente a la noche. Este regreso al pasado a través de la imaginación también supone la confrontación con una realidad que lleva a sus hermanos a tomar la decisión de vender la vieja granja, un lugar que ahora es inhóspito frente a la vitalidad del pasado, que esconde secretos pero también recuerdos imborrables. Louloute es una película evocativa que tiene la efectividad de las historias bien contadas, pero que circula por una narrativa convencional.
MUROS Y FRONTERAS
Los recuerdos también están presentes en Luxor (Zeina Durra, 2020), en esta ocasión a través del regreso de una trabajadora humanitaria a la ciudad egipcia, edificada sobre las ruinas de Tebas, que compone un fondo acertadamente elegido para el viaje interior de la protagonista. El retorno de Hana (Andrea Riseborough) es el reflejo de una cierta crisis existencial, un camino presente que se encuentra a medio camino entre la evocación del pasado, que esconde el trauma de su trabajo como cirujana en una zona de guerra, y la perspectiva de un futuro incierto, que la hace dudar sobre su función vital en medio de conflictos a los que solo se les ponen parches sin resolver nada. Su estado es de agotamiento tanto físico como mental, y los paseos entre un escenario que parece los decorados de una película adoptan la forma de una cierta forma de terapia.
La directora Zeina Durra regresa al Festival de Sundance con esta segunda película, tras haber sido seleccionada también con su debut The Imperialists are still alive! (Zeina Durra, 2010). En esta ocasión sostiene los diálogos hasta la mínima esencia, y los despliega especialmente en los momentos que Hana comparte con Sultan (Karim Saleh), con el que mantuvo una relación que también forma parte del pasado, pero que conserva aún cierto destello. Pero buena parte de la película nos hace acompañar a la protagonista a través de su estado de ánimo, con un ritmo lánguido y contemplativo que esconde cierta poesía visual. Hay una mirada introspectiva que está bien reflejada por el trabajo interpretativo de Andrea Riseborough, que interioriza más que exterioriza, lo que lo hace aún más complicado. El paisaje que forman los vestigios de Tebas en la ciudad de Luxor representan también el momento emocional de la protagonista, a través de determinados pasajes que tienen lugar en espacios relevantes: el desértico Valle de los Reyes, el jardín tropical del hermoso Palacio de Invierno, construido en la época colonial... El hecho de que la protagonista sea británica transmite también una cierta mirada paradójica sobre el papel de Occidente en la destrucción y la reconstrucción de Oriente Medio. El escenario se convierte en el reflejo externo de la efervescencia interna de la protagonista.
El albor de la tragedia, Louloute, Luxor y My belle, my beauty pueden verse en Filmin.
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