Ennio Morricone es uno de los grandes genios de la música contemporánea. Su adiós, con una corta misiva en la que se despedía de las personas más cercanas, fue también un acto de genialidad, una anticipación casi premonitoria. Pocos o ningún compositor de música de cine tienen en su trayectoria un trabajo tan extenso como el maestro italiano, con más de 500 bandas sonoras y numerosas obras de música autónoma. Ennio Morricone era ese compositor que lograba que salieras del cine silbando una melodía, que te acompañara su música incluso más tiempo que las imágenes en la memoria.
Ha sido, posiblemente, el compositor más influyente de la historia moderna del cine, y el que más notas musicales ha popularizado, junto al ya único gran maestro vivo de la música de cine, John Williams. Ennio Morricone es, por supuesto, el creador de composiciones fundamentales que no sólo estaban conectadas con las películas, sino que definieron el sonido de todo un género cinematográfico: el spaghetti western. Al margen de los temas más conocidos, hay composiciones en la trilogía de Sergio Leone que definen la épica y la singularidad de estas historias, como ese magnífico "The Trio" de la película El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966), que es una lección de suspense y de música aplicada a las imágenes, que eleva su significado. Cine sin palabras que te deja sin palabras.
Era una época, además, en la que su trabajo fue febril, intenso y prolífico, aunque él siempre le ha quitado importancia y ha negado que, como dice las bases de datos, hubiera compuesto más de 20 bandas sonoras en un solo año. Los sesenta y setenta definieron un estilo que le acompañaría el resto de su vida profesional. Pero también son los años de mayor éxtasis creativo, con obras "gamberras" que están entre lo mejor de su filmografía, como la histriónica banda sonora de la película Vamos a matar, compañeros (Sergio Corbucci, 1970).
A Ennio Morricone se le recordará más por su faceta melódica, pero el compositor italiano definió buena parte del estilo musical de aquella época, trabajando incansablemente en todo tipo de proyectos desde el giallo hasta el cine político, desde la comedia costumbrista hasta el género erótico. No se puede hablar del cine italiano, en particular, y europeo en general, sin la huella que dejó marcada su música, incluso en títulos comerciales de escaso interés, o en obras menores de directores reconocidos. Ese final de una época fue espléndidamente ilustrado en la escena de la demolición de Nuovo Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), otro de esos momentos en los que Ennio Morricone extrae toda la emoción de las imágenes a través de su hermosa partitura. Otro ejemplo de diálogo entre música e imagen.
De pocos compositores se pueden encontrar tantas escenas de películas en las que la música tenga una relación tan estrecha con las imágenes. No solo en cuanto a la transmisión de emociones, sino en cuanto a la vinculación esencial que tiene la banda sonora. No se puede entender La cosa (John Carpenter, 1982) sin la repetitiva, minimalista y sofocante tonalidad electrónica que le aportó Morricone. No se puede ver La misión (Roland Joffé, 1986) sin la intimidad del oboe que conecta a Gabriel con los indígenas, o sin la épica de los coros religiosos. No se puede entender esta magistral escena de Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984) sin la presencia de la música, que sea hace primero diegética (el tema de la banda de jóvenes) y más tarde extradiegética, subrayando la tensión y la muerte, para desaparecer apagada por el estruendo de las vías, cuando la violencia se hace más intensa, más desesperada.
Ennio Morricone no es solo un compositor de música de cine. Es parte de la historia de Italia. Como Vivaldi, Verdi o Puccini. Sin su música no se puede entender el cine de Bernardo Bertolucci, de Pier Paolo Pasolini, de Gillo Pontecorvo, de Sergio Leone, de Giuliano Montaldo, de Giuseppe Tornatore, pero tampoco algunos títulos imprescindibles de la filmografía de directores como Terrence Malick, Roland Joffé, Roman Polanski, Oliver Stone o Brian DePalma. Tampoco ha tenido nunca ningún pudor en hablar de su decepción en sus colaboraciones con directores como Pedro Almodóvar o Quentin Tarantino, o su remordimiento de no haber colaborado finalmente con Stanley Kubrick en la película La naranja mecánica (1971).
No fue nunca un compositor de Hollywood, y a pesar de ello superó en fama y repercusión a muchos músicos que buscaron el abrazo del cine de las estrellas. Su negativa a salir de Roma, de la ciudad que le vio nacer y le ha visto morir, chocó de lleno con las exigencias de una estructura industrial a la que nunca se adaptó. Ese es también su gran mérito, conquistar la Meca del Cine sin pisarla.
Ennio Morricone se ha marchado "sin molestar", dejando un legado inmenso, esperando encontrarse en el paraíso de su profundo sentimiento religioso a otros grandes genios de la música.
Addio, Maestro.
De pocos compositores se pueden encontrar tantas escenas de películas en las que la música tenga una relación tan estrecha con las imágenes. No solo en cuanto a la transmisión de emociones, sino en cuanto a la vinculación esencial que tiene la banda sonora. No se puede entender La cosa (John Carpenter, 1982) sin la repetitiva, minimalista y sofocante tonalidad electrónica que le aportó Morricone. No se puede ver La misión (Roland Joffé, 1986) sin la intimidad del oboe que conecta a Gabriel con los indígenas, o sin la épica de los coros religiosos. No se puede entender esta magistral escena de Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984) sin la presencia de la música, que sea hace primero diegética (el tema de la banda de jóvenes) y más tarde extradiegética, subrayando la tensión y la muerte, para desaparecer apagada por el estruendo de las vías, cuando la violencia se hace más intensa, más desesperada.
Ennio Morricone no es solo un compositor de música de cine. Es parte de la historia de Italia. Como Vivaldi, Verdi o Puccini. Sin su música no se puede entender el cine de Bernardo Bertolucci, de Pier Paolo Pasolini, de Gillo Pontecorvo, de Sergio Leone, de Giuliano Montaldo, de Giuseppe Tornatore, pero tampoco algunos títulos imprescindibles de la filmografía de directores como Terrence Malick, Roland Joffé, Roman Polanski, Oliver Stone o Brian DePalma. Tampoco ha tenido nunca ningún pudor en hablar de su decepción en sus colaboraciones con directores como Pedro Almodóvar o Quentin Tarantino, o su remordimiento de no haber colaborado finalmente con Stanley Kubrick en la película La naranja mecánica (1971).
No fue nunca un compositor de Hollywood, y a pesar de ello superó en fama y repercusión a muchos músicos que buscaron el abrazo del cine de las estrellas. Su negativa a salir de Roma, de la ciudad que le vio nacer y le ha visto morir, chocó de lleno con las exigencias de una estructura industrial a la que nunca se adaptó. Ese es también su gran mérito, conquistar la Meca del Cine sin pisarla.
Ennio Morricone se ha marchado "sin molestar", dejando un legado inmenso, esperando encontrarse en el paraíso de su profundo sentimiento religioso a otros grandes genios de la música.
Addio, Maestro.
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