Este año más que nunca la ceremonia de los Oscar alzó la etiqueta de la corrección política. Pero fueron injustos su reconocimiento consecutivo al músico Gustavo Santaolalla y su ninguneo al veterano Peter O'Toole, que solo por el esfuerzo que hizo en estar allí se merecía un premio.
La noche de los Oscar la celebramos habitualmente un grupo de amigos aficionados a la tortura cinematográfica que a veces puede suponer permanecer despiertos una noche entera. A eso de las seis de la mañana, cuando habitualmente suele acabar la ceremonia, los ánimos y el cansancio no nos permiten hacer un balance apasionado de lo que se ha visto en la televisión. Más aun cuando en los últimos años tampoco ha habido películas que nos hayan provocado sentimientos de elevada emoción, y a uno al final acaba dándole un poco igual quién se llevó la estatuilla a casa. Lo que quiere es meterse en la cama y dormir lo que su trabajo diario le permita.
Sí, es cierto, este año teníamos a varios españoles en liza, y bien que nos alegramos del éxito cosechado por nuestros compatriotas. Lo de Tele 5 además parece ya un milagro: vilipendiada como la representación más clara de la telebasura en España, no solo sigue siendo la cadena más rentable del país, sino que encima consigue el éxito de público con Alatriste y la proyección internacional con El laberinto del fauno, sus dos incursiones en la producción cinematográfica. Logros que ahora le sirven para lanzarlos a la cara de la Ministra de Cultura, Carmen Calvo, como un escupitajo contra la polémica ley del audiovisual que ha puesto en marcha y que, mucho nos tememos, servirá como freno a lo que parecía podía ser un empujón definitivo al imprescindible apoyo de las televisiones a nuestro cine. Nunca un proyecto de ley llegó en peor momento.
De todas formas, las probabilidades eran tan pocas en el caso de Penélope Cruz, y los cortometrajes nominados (Éramos pocos y Binta y la gran idea) nos parecen tan escasos de riesgo y tan llenos de obviedades (el corto de Javier Fesser es una lista de todo lo políticamente correcto que se puede glosar en una historia desarrollada en África), que solo el simpático Gullermo del Toro y el músico Javier Navarrete nos inspiraban una especial atención.
Este año más que nunca la ceremonia de los Oscar alzó la etiqueta de la corrección política (si con ello se puede calificar a la promoción gratuita que le dieron al derrotado aspirante a presidente Al Gore, que sufrió las maquiavélicas argucias de la familia Bush y ha terminado apuntándose al carro del “stop” al calentamiento global). Ellen DeGeneres no defraudó especialmente ni tampoco nos encandiló. Pasó más bien desapercibida, en una ceremonia que sufrió distorsiones de ritmo que parecen incomprensibles a estas alturas. Pero no fue ni mínimamente tan irónica como suele serlo en su programa de televisión. Se quedó en una especie de Eva Hache descafeinada, correcta pero sin hacer daño.
El reparto de premios fue lo habitual. Alguna sorpresa más o menos desagradable y mucho premio cantado. Empezando por el de Jennifer Hudson, rolliza cantante de voz potente que nunca hubiera soñado cuando estaba haciendo cola en el casting de American idol que iba a llegar adonde ha llegado. Pero, ¿le vendrá ahora la maldición de los Oscar de interpretación, según la cual ahí se acabaría su relevancia mediática? Ya veremos. Se demostró que la estrategia de la productora presentándola en la categoría de secundaria (a pesar de ser la auténtica protagonista de Dreamgirls) fue acertada, y que su monumental cabreo por no haber sido presentada como Actriz Principal se lo tuvo que tragar. Y es que en esta categoría, como nuestra Penélope Cruz, poco hubiera podido hacer frente al terremoto Helen Mirren, acaparadora de premios por su perfecto retrato humanizado de una reina incomprendida en The queen.
Fue la noche verde de la ecología mediática, convertida en espectáculo en un speech inaudito protagonizado por Al Gore y Leonardo DiCaprio. Pero así son las cosas. Angelina Jolie y su colección de niños “united colors of Benetton” han puesto de moda la solidaridad, y ahora hay que rentabilizarla. Así que, quien más y quien menos tiene su propia fundación solidaria, que además desgrava en el fisco. Como en Mira quien baila. Los famosos ahora llevan incorporada una ONG bajo el brazo, para que se vea lo “güena gente” que son.
Ya decíamos en otra ocasión que a uno le parecían extrañas algunas comparecencias para dar premios, como si alguien hubiera abierto el sobre del ganador antes de la ceremonia. Porque, que para entregar el Oscar al Mejor Director salieran Steven Spielberg, Francis Coppola y George Lucas, daba ya más que claras sospechas de por dónde iban los tiros. Por fin, el premio de la Academia al genial Martin Scorsese por su película más prescindible, Infiltrados. Y además premio a su esposa, la espléndida montadora Thelma Schoonmaker, a la que por cierto quisieron traerse a Sevilla los organizadores del Festival de Cine hace un años. Pero se les quedó trabajando en Nueva York.
Los hispanos se fueron un poco con el rabo entre las piernas, todo hay que decirlo. Porque Alfonso Cuarón se marchó de vacío, a pesar de su interesante Children of men, y Alejandro González-Iñárritu se tuvo que conformar con poner cara de póker cada vez que un Oscar iba a otros manos. Y encima el único Oscar conseguido, para el músico argentino Gustavo Santaolalla, se nos antoja injusto. No porque la banda sonora de Babel no esté bien (es infinitamente mejor que la de Brokeback mountain, que también ganó el año pasado), sino porque nos parece excesivo dar dos Oscar consecutivos a un compositor quizás demasiado limitado, sobre todo teniendo en cuenta que se dejó en la cuneta una vez más al excelente Thomas Newman e incluso al buen trabajo de Javier Navarrete.
Pero para injusticia la que vivió el actor Peter O’Toole, que hizo un esfuerzo sobrehumano para ir a la ceremonia (no estaba clara su presencia, dado su estado de salud), y todo para quedarse en vacío. Y no cabe duda que ésta pudo ser la última oportunidad de, como en el caso de Scorsese, rendir cuentas con un magnífico actor (emocionante su trabajo en Venus) que pasó en siete ocasiones por las nominaciones al Oscar. No es menosprecio del trabajo de Forest Whitaker en El último rey de Escocia, irregular película sólo alimentada por el trabajo del actor, pero perder oportunidades como ésta de reconocer la trayectoria de un veterano no debería poder permitírselas la Academia de Hollywood.
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