El de Berlín es uno de esos festivales a los que siempre es interesante volver. No sólo porque sea una de las citas cinematográficas más cómodas (buena organización, ausencia de grandes aglomeraciones, programación con niveles más que aceptables…), sino porque la ciudad merece ser visitada con frecuencia.
Berlín no solo contiene restos de esos cambios drásticos que, tras la caída del muro, la convirtieron en uno de los referentes arquitectónicos del mundo, sino que continúa mudando su fisonomía a un ritmo que hace irreconocibles sus calles cada año. Berlín es una ciudad en constante movimiento, y se construye a sí misma con espectaculares propuestas de arquitectura moderna, pero manteniendo siempre esa conexión con un pasado más o menos reciente que convierten cada visita en una sorpresa.
Eso en cierto modo se puede ver en The good german (El buen alemán), de Steven Soderbergh, una de las primeras películas a competición, ambientada en el Berlín de la posguerra. Intento fallido de reconstrucción de un estilo de hacer cine (el que marcó las películas clásicas de cine bélico), pero que aquí, por mucha (espléndida) fotografía en blanco y negro que contenga, no pasa de un simple ejercicio de onanismo cinéfilo que se limita a hacer una fotocopia de grandes clásicos, pero que no contiene las dosis necesarias de interés (el guión es difuso y enrevesado) como para convertirse en un efectivo homenaje. Aquí, en Berlín, se proyectó en HD (sistema digital en el que originalmente se rodó la película), lo que demuestra el cada vez más destacado papel que este formato acabará adoptando en la proyección cinematográfica del futuro, a la que se dedican también diversas conferencias en actos paralelos.
En la Sección Panorama se ha visto I am a cyborg, but that’s OK, de Park Chan-wook, realizador de las interesantes Sympathy for Mr. Vengeance y Sympathy for Lady vengeance, y de la magnífica Old boy. Pero aquí el director coreano construye una absurda comedia sobre desequilibrados demasiado alocada y dispersa que acaba siendo un despropósito con ciertos hallazgos de humor, pero sin sentido.
Al margen de las proyecciones, el Mercado del Cine es uno de los centros neurálgicos de los festivales como Berlín, lugar de uso exclusivo para profesionales donde se intercambian opiniones, películas, proyectos y mucho café. Sitio curioso por el que pasear, recogiendo las más o menos originales propuestas de distribuidoras, productoras o instituciones de cine, y en el que puedes encontrar lo peor de lo peor o los más destacados nuevos trabajos de directores consagrados. Un supermercado de películas donde compradores y vendedores se lanzan al ruedo comercial del royaltie.
Berlín vive su festival con la frialdad que caracteriza a los alemanes. Hay mucha gente, pero no se nota; no existen las aglomeraciones de monstruos como Cannes, ni la desorganización de bestias como Venecia. Y los encuentros extraoficiales son moneda de cambio. Berlín, además, no es una ciudad cara. No lo es, por ejemplo, comparada con Sevilla, Madrid o Barcelona. Y contiene una variopinta gama de citas noctámbulas que te pueden trasladar incluso en el tiempo. Tomar una cerveza o una copa en el Cake Club, por ejemplo, uno de los cientos de locales del centro de la ciudad, te traslada a los años sesenta, pero con música propia del cine de Kusturica. Aunque, todo hay que decirlo, esta última visita se nos volvió especialmente retro, como veremos en los próximos capítulos. Es sin duda, la ciudad de los contrastes.
Berlín no solo contiene restos de esos cambios drásticos que, tras la caída del muro, la convirtieron en uno de los referentes arquitectónicos del mundo, sino que continúa mudando su fisonomía a un ritmo que hace irreconocibles sus calles cada año. Berlín es una ciudad en constante movimiento, y se construye a sí misma con espectaculares propuestas de arquitectura moderna, pero manteniendo siempre esa conexión con un pasado más o menos reciente que convierten cada visita en una sorpresa.
Eso en cierto modo se puede ver en The good german (El buen alemán), de Steven Soderbergh, una de las primeras películas a competición, ambientada en el Berlín de la posguerra. Intento fallido de reconstrucción de un estilo de hacer cine (el que marcó las películas clásicas de cine bélico), pero que aquí, por mucha (espléndida) fotografía en blanco y negro que contenga, no pasa de un simple ejercicio de onanismo cinéfilo que se limita a hacer una fotocopia de grandes clásicos, pero que no contiene las dosis necesarias de interés (el guión es difuso y enrevesado) como para convertirse en un efectivo homenaje. Aquí, en Berlín, se proyectó en HD (sistema digital en el que originalmente se rodó la película), lo que demuestra el cada vez más destacado papel que este formato acabará adoptando en la proyección cinematográfica del futuro, a la que se dedican también diversas conferencias en actos paralelos.
En la Sección Panorama se ha visto I am a cyborg, but that’s OK, de Park Chan-wook, realizador de las interesantes Sympathy for Mr. Vengeance y Sympathy for Lady vengeance, y de la magnífica Old boy. Pero aquí el director coreano construye una absurda comedia sobre desequilibrados demasiado alocada y dispersa que acaba siendo un despropósito con ciertos hallazgos de humor, pero sin sentido.
Al margen de las proyecciones, el Mercado del Cine es uno de los centros neurálgicos de los festivales como Berlín, lugar de uso exclusivo para profesionales donde se intercambian opiniones, películas, proyectos y mucho café. Sitio curioso por el que pasear, recogiendo las más o menos originales propuestas de distribuidoras, productoras o instituciones de cine, y en el que puedes encontrar lo peor de lo peor o los más destacados nuevos trabajos de directores consagrados. Un supermercado de películas donde compradores y vendedores se lanzan al ruedo comercial del royaltie.
Berlín vive su festival con la frialdad que caracteriza a los alemanes. Hay mucha gente, pero no se nota; no existen las aglomeraciones de monstruos como Cannes, ni la desorganización de bestias como Venecia. Y los encuentros extraoficiales son moneda de cambio. Berlín, además, no es una ciudad cara. No lo es, por ejemplo, comparada con Sevilla, Madrid o Barcelona. Y contiene una variopinta gama de citas noctámbulas que te pueden trasladar incluso en el tiempo. Tomar una cerveza o una copa en el Cake Club, por ejemplo, uno de los cientos de locales del centro de la ciudad, te traslada a los años sesenta, pero con música propia del cine de Kusturica. Aunque, todo hay que decirlo, esta última visita se nos volvió especialmente retro, como veremos en los próximos capítulos. Es sin duda, la ciudad de los contrastes.
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