Terminó el Festival de Cine Español de Málaga, una nueva muestra de las últimas producciones de nuestra cinematografía que además sirve como tarjeta de presentación para las películas en las que participa Antena 3 Tv, a la sazón patrocinadora del festival desde sus inicios.
Este año Málaga se ha visto beneficiada por algunas propuestas atractivas que vienen de directores con talento salidos del cortometraje, como Félix Viscarret, con la triunfadora Bajo las estrellas, o Rodrigo Cortés, con la demoledora Concursante, cuyos méritos solo ha visto la crítica, ya que han permanecido ausentes para el jurado.
Más de 100.000 espectadores se han acercado, según la organización, a las proyecciones y actividades del festival, cifra que supera en un 22 % a la del año pasado (unos 60.000), que ya era alta. Lo de las cifras de los festivales (ya lo comentamos en su momento) hay que creérselas tanto como lo de las cifras de las manifestaciones. Cada uno da las que más le interesan. Curiosamente, en los festivales todos los años aumentan las cifras de espectadores (no escucharéis nunca datos menores a los del año anterior) en una carrera suicida por justificar (como si se tratara de los shares televisivos) la existencia de estas muestras. Como si la existencia de un Festival se tuviera que justificar por sus audiencias, y no por su cualidad de oferta cultural. Pero ya se sabe, los festivales españoles (mal que nos pese) son instrumentos políticos, de uno u otro color, y este año hay elecciones.
Esta semana llegan a las pantallas dos ejemplos de lo que se ha visto en Málaga. Y dos muestras dispares del cine que se hace en España. El que mira hacia atrás con estilo narrativo clásico y el que ofrece propuestas alternativas de deconstrucción de la estructura narrativa. Lola, de Miguel Hermoso, película inaugural del Festival de Málaga (que para eso produce Antena 3 Tv) y Concursante, de Rodrigo Cortés, que ha pasado con cierta disparidad de criterios por el certamen.
Para nosotros Concursante es una arriesgada propuesta de juego malabar en la que se utilizan estilos visuales dispares, un ritmo frenético, un montaje fascinante y una narración que puede llegar a ser confusa por momentos (por la aglomeración de elementos en la pantalla), pero que resulta perfectamente justificable desde el momento en que es la subjetividad del protagonista la que nos cuenta su historia. Por debajo, hay una rebelde plasmación de la economía actual que nos hace reflexionar sobre la realidad de lo que manejamos como “dinero”. Leonardo Sbaraglia compone una de sus mejores interpretaciones, llena de disonancias de carácter, de altibajos de ánimo que muestra con asombrosa facilidad y Rodrigo Cortés se nos presenta como un narrador-director que maneja con soltura la esquizofrenia visual de un estilo que en otros casos (véase la fallida No somos nadie) acabó resultando enervante.
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